Luces de Bohemia iluminaban, al salir de la academia, los patosos caminares de tus pies desorientados a ambos lados de la realidad: niña bailarina y yo, detrás...
De tus pantorrillas aceradas yo colgaba mis miradas, mientras iba maquinando: "¿Dónde? ¿Cómo? ¿Cómo y cuándo se le ataca a una puberta en flor?" ¡Cuesta tanto armarse de valor!
Y exclamar con decisión: "¿Llevas hora, por favor?"
Y hoy colgado de tu risa soy un loco en la cornisa haciendo equilibrios para Elisa. De tus pechos diminutos se desbordan los minutos que hacen de las diez una injusticia.
Luces de Bohemia en cada diente, contestate, sonrïente: "Tienes un reloj enfrente. Son las nueve menos veinte y en mi casa cenan a las diez. ¿Por qué no me invitas a un café?"
Una vuelta del revés y Don Juan fue Doña Inés.
Con más ansia que pericia desabrochas mi camisa: besos por botones para Elisa. Y perdido entre tu pelo soy un justo que ha ido al cielo sin haber pisado nunca misa.
Letra y Música: José María Cano
Intérprete: Emmanuel
lunes, 24 de septiembre de 2018
odiaría extrañar la copa de licor la ramita marrón el rincón donde hablamos de este mundo y el nuestro tus plantitas el aire que se cuela despacio y se roba sin ganas el olor del tabaco odiaría no ver tus pequeños milagros tu ternura tus manos tu silencio que arrasa el vacío en mi alma solo era contarte que no pienso en aviones porque vos me enseñás a mirar mis zapatos solo era decirte y tachar de la lista las palabras que siento y que al irme no digo porque si algo preciso más que nada en la vida es sentir que estoy vivo porque vos estás viva
jueves, 20 de septiembre de 2018
voy mirando despacio esas fotografías
la distancia es un túnel y te da perspectiva
sé muy bien donde fui sé muy bien donde estoy sé el lugar que elegí sé a dónde no vuelvo
abro y cierro los ojos
otro clic
y el pasado queda quieto en las hojas de un cuaderno amarillo
voy sonriendo sin prisa saboreando el olvido de las viejas cornisas
el color degradado de las almas sin rostro son oleaje confuso las maderas podridas que ahora invaden la costa son historias son cuentos son relatos que nadie propondría narrarme los viví me los trajo la marea de antes y al final de este túnel cuentan cosas distintas
de naufragios de orillas sé muy bien donde fui sé a dónde no vuelvo
qué otro saldo podría reclamar un fantasma
domingo, 16 de septiembre de 2018
hundido hasta la nariz en el nido de la rana sin una cicatriz rayándote la vista ahí donde no vas a mirar ni a detenerte queda un poco de mí igual a un charco
sobreviviente del amable cadalso del verdugo tenaz pisoteador de pústulas de bruja un segador austero de falacias indómito y vulgar entreverado al punto de omitir sus enunciados por entender que a nadie le preocupan
no quedan muchas cosas que me importen
si no fuera por vos el transcurrir del írrito concierto me ahogaría de tedio pensaría en rescatar algún cuchillo y cortaría al vuelo tanto cogote inútil de gallina
me muevo a contraluz para evitar dar sombra estoy aliado al ritmo sigiloso de los prófugos me aburre el teorema propuesto por los tontos
si no fuera por vos me secaría
resisto a duras penas el cansancio y la única frase en la que creo empieza con tu nombre
Ahora, en el invierno, el último ómnibus de
Montevideo llega al parador alrededor de las once de la noche y bajamos siempre
los mismos cuatro o cinco pasajeros, exhalando nubecitas de aliento que
impregnan de humedad las bufandas de lana con que nos envolvemos la garganta y
la boca. A esa hora es raro que en el parador haya algún otro parroquiano que
los tres que tiritan alrededor de la mesa más apartada, también es raro que sus
copas no estén vacías quizás desde hace horas. Igual se quedan allí hasta que cierran,
hasta que don Alberto los tiene que echar a la calle.
Las calles están todas encharcadas y apenas se
adivinan entre los fantasmas de los árboles que van surgiendo de la niebla uno
a uno, cada pocos pasos.
Los tres parecen temer algo que los aguardara en
el fondo de la noche y clavan en nosotros sumisas miradas de perros. Puede
deberse a que mientras estemos los últimos pasajeros del ómnibus don Alberto no
cierra o, acaso, sea una muda súplica para que alguno de nosotros les pague una
copa. Están siempre allí, en el fondo del bar, en el
fondo de todas las cosas pareciera, magros, enjutos y encogidos como esos
pajarracos de la costa que uno —estúpidamente— imagina que se deben morir de
frío en el viento del mar. Son como tres desechos que hubieran traído a estas
playas los vientos o la resaca y que aquí permanecen, apenas desgastándose en
el aire salitroso, ajenos a todos los cambios, a que haya casitas nuevas y
nuevas caras y a que las novedosas y fantasmales luces de mercurio estén
encendidas por las noches entre los fantasmas de los árboles. Remigio y Elíseo cuidan dos chalets que quedan
vacíos en el invierno, ejercen desde allí, desde la mesa del bar, una especie
de televigilancia. Ramón, bajo una hipotética ocupación de Jardinero, disimula
el semi proxenetismo que ejerce sobre la vieja Teresa, una enana lavandera tan
analfabeta que no conoce ni los números y hay que traducirle las boletas frente
al pizarrón de la quiniela, a la que se juega casi todos los escasos pesos que
gana con los lavados, aunque —se dice—Ramón le paga por eso y se queda con todo
cuando ella acierta. Es curioso que juegue, no sé que clase de esperanzas puede
alentar la pobre vieja.
Este año el 18 de Julio cayó en viernes, cosa de
agradecerle a los próceres, y el jueves descendí del ómnibus pensando en que
tenía por delante los tres días libres corridos que había estado esperando
desde que a principios de año me regalaron el almanaque de la panadería; lo
único que me interesa de los almanaques son los feriados y los días de cobrar
el sueldo.
Ramón se paró allá, en el fondo del bar, y vino,
tambaleándose, a recostarse al mostrador a mi lado. Sus estrafalarias ropas lo
hacían parecerse a un murguista o a un payaso. Eran ropas viejas aunque increíblemente
limpias debido a los lavados de la vieja Teresa, gastados hasta adquirir la
textura de una tela de cebolla; el gorro de lana tejido al croché, de mujer —de
la vieja seguramente— encasquetado hasta las orejas, el sobretodo que debió ser
moda por milnovecientostreinta, con unas solapas triangulares que le cubrían
hasta los hombros porque su primitivo dueño debió ser mucho más corpulento que
Ramón, el pantalón una cuarta por encima de los tobillos porque debió haber
pertenecido a un adolescente, y todo aquello con Ramón adentro, tiritando sobre
unas alpargatas de suelas de yute tan gastadas que daba frío de sólo mirarlas
sobre las heladas baldosas del piso. Me miró como siempre, con aquella especie de
súplica, mientras yo pensaba que resultaba torpe como una gaviota caminando en
la orilla, hasta en los ojos tenía algo como de gaviota, algo que no llegaba a
la expresión maligna de las aves de rapiña pero mucho más desprovisto de
cualquier rastro de inteligencia. Tenía en la piel y en los ojos el mismo
color, o la falta de color de esas maderas que salen del mar y hasta el mismo
olor salino; quizás fue por eso que me hizo recordar a una gaviota. Hasta las
profundas arrugas de su rostro parecían haber sido esculpidas por la arena y el
salitre en vez de haberlo sido por los años o los sufrimientos, como esas
arrugas de las extrañas maderas náufragas. —¿Usted se acuerda de mi perrito?—, farfulló
gangosamente. A sus espaldas vi la expresión de un tipo muy
alto que siempre viaja conmigo en el ómnibus; se sonreía con Don Alberto
mientras nos miraban. —¿Se acuerda que tenía una patita rota, el
pobrecito?— balbuceó mientras las lágrimas le corrían hasta el mentón como si
las arrugas fueran canaletas. Lo convidé con una copa. —¿Hay alguien? ¿Puede haber alguien capaz de
matar a un perrito con una patita rota; eh?—preguntó entre pucheros. —Usted se acuerda de él ¿verdad? ¿Se acuerda que
era negrito y tenía una manchita blanca en el pecho? ¿Se acuerda que me seguía
a todos lados? ¿Cuántas veces lo vio esperándome aquí mismo, en la puerta del
boliche? Yo estaba seguro de haber visto un perrito así y
hasta miré hacia la puerta como si pudiera verlo allí todavía.
Le dije a Ramón que qué se iba a hacer, porque
decirle que a todos nos va a llegar la hora, o no somos nada, como se estila,
me pareció exagerado tratándose de un perro. Apuró la caña y poniéndome un dedo en el pecho,
como el caño de una pistola, afirmó:
—Pero yo sé quién fue. Esté tranquilo que yo sé
quién fue.
Le dije que estaba tranquilo y lo convidé con
otra copa. Miró desconfiadamente, de costado, como una gaviota dispuesta a
alzar el vuelo, las risueñas expresiones de don Alberto y el tipo alto y,
aproximándome la cabeza envuelta en una nube de aliento a caña. me dijo en voz
baja:
—Fue el vecino de al lado de mi casa, siempre la
tenía con que el perrito le escarbaba en el terreno. ¿A usted le parece que un
perrito con una patita rota puede escarbar en el terreno de ese tipo?
—Es evidente que a un perrito con una patita rota
le debe resultar sumamente difícil escarbar en ese terreno o en cualquier otro—
le dije.
—¿Verdad? ¿Verdad? —lloró. —Págueme otra caña,
don— se animó.
—Lo ahorcó con un alambre— contó, como si se
sintiera en la obligación de retribuirme la caña con el relato. —¡Con un
alambre! ¡Y lo tuvo todo el día colgado de un árbol para que yo lo estuviera
viendo desde la puerta de mi casa!
El relato me pareció conmovedor y terrible, sobre
todo aquel detalle del alambre, del perrito colgado de un árbol, frente a la
puerta de Ramón.
Otra vez tenía la copa vacía y mandó servir.
—Paga el señor— dijo.
—Lo crié de chiquito así— contó después de beber
un trago, juntando las manos como si tuviera entre ellas un puñado de maníes y
se las miró tiernamente, con lágrimas en los ojos, como si en aquel hueco
estuviera todavía el perrito recién nacido.
De haber tomado un par de copas más quizás yo
también me hubiera puesto a llorar, por eso opté por dejarlo solo junto al
mostrador y las copas vacías. Sentí, cuando me iba hacia la puerta, que miraba
mis espaldas con hondo reproche por lo que pudo considerar indiferencia de mi
parte y también me pareció que el tipo alto y don Alberto se divertían con su
desgracia.
En la madrugada y del lado del mar, como siempre,
se levantó un temporal de viento y agua. Algún refusilo o algún trueno que hizo
vibrar los vidrios de la ventana lograron despertarme a medias. Enseguida volví
a hundirme en el sueño, en medio de la furia del aguacero. Desperté a una
mañana sobre la que pasaba un plúmbeo cielo invernal, a un encharcado paisaje arenoso,
con la desolada sensación de que tenía tres días vacíos, perdidos en mi vida. A
la nochecita procuré distraerme mirando por televisión un desfile militar que
podía haber sido el del año pasado o el de cualquier otro año donde ya
estuviera inventada la televisión, un desfile entre edificios tan empapados
como las casitas y los pinos de los alrededores, y me quedé dormido con la
monotonía de los uniformes, los bronces y tambores de las bandas y la lluvia;
cuando desperté ya habían terminado las señales del oeste y demás puntos
cardinales y yo tenia algunas horas menos que perder; lo malo era que
seguramente por mucho rato no iba a poder volver a dormir. Solamente así se me
pudo ocurrir recordar lo que me había contado Ramón en el parador.
Hay pensamientos, estados de ánimo nocturnos que
no se desvanecen con la luz matinal y, además, la luz de un lluvioso día de
mediados de Julio no es suficiente para desvanecer nada como no sean las ganas
de vivir y sólo así se explica que me haya pasado todo el sábado pensando en
Ramón y en la vieja Teresa, mientras miraba por la ventana el enanito rojo con
el pico al hombro mojarse pacientemente sobre el pasto empapado, o, mirando por
la ventana del fondo, de la cocina, el mar del invierno más allá de los
médanos, revuelto por aquel viento que llenaba todo de frío y arena.
Imaginaba que no había más playa, que las olas
debían habérsela tragado y estuve tentado de ir a ver el mar que, hasta donde
se perdiera en la niebla, hasta donde el agua salada se confundiera con la de
la lluvia, sería para mí solo, quizás también para alguna gaviota solitaria,
pero esa clase de cosas no les interesan a las gaviotas por más que miren y
miren el mar como si pensaran en lugares remotos. No debía quedar ninguna en la
costa, hacía casi dos días que soplaba recio del sur y todo el tiempo había
estado sintiéndolas pasar tierra adentro, graznando indignadas sobre los techos
y los árboles.
Allá abajo, en la costa, debían quedar nada más
que Ramón y la vieja Teresa metidos en las ruinas de lo que debió ser una
barraca de pescadores, o un puesto de resguardo o la vivienda de algún
solitario que en algún tiempo estuvo perdida entre los arenales. Estarían
mirando volarse en aquel viento las últimas pajas que le quedaban al ruinoso
techo de quincha, buscando entre las paredes algún rincón que no se lloviera,
mucho más solos ahora que les faltaba el perrito. Habrían encendido sobre el
piso un fuego de cualquier cosa, de esas maderas que salen del mar y que el
salitre hace estallar como cohetes al quemarse. Las olas debían haber rodeado
la tapera, debían estar a su puerta. El agua nunca había entrado en ella porque
estaba arriba de un médano, pero esa noche, para ir al boliche, Ramón iba a
tener que mojarse hasta el culo.
Si fuera pintor me hubiera gustado pintar aquella
ruina contra el marrón turbio de mar y la arena que las olas ensucian de
petróleo y de cualquier clase de porquerías cuando el viento sopla del lado de
Montevideo, pintar todo eso en un día sin viento, aunque no en verano, cuando
los colores de los trajes de baño y las sombrillas playeras de los bañistas le
quitan toda la desolación, la grandeza y hasta la seriedad al paisaje. Pintarlo
en un día gris y desolado, con alguna vieja chalana volcada en la playa. Una
vez vi un cuadro así y me pareció que la vida del pintor tenía sentido, estaba
justificada. Pero esa noche no pensé en un cuadro, pensé en aquellos dos
infelices y me dio tristeza o frío, o las dos cosas.
Cuando encendiera el fuego de la estufa de leña
iba a tratar de olvidarlos para no amargarme también la felicidad de tomar vino
mirando las llamas, me iba a bastar para eso pensar lo que todo el mundo
pensaba de Ramón. Pero cuando a la noche encendí el fuego y puse la botella
cerca de las llamas para entibiarla lo único que había logrado fue que al
recuerdo de aquellos dos pobres diablos que se estaban muriendo de frío en la
tapera de la costa, se sumara el de aquel perrito negro con una patita rota que
yo había visto mil veces renqueando patéticamente por las calles. Tenía una
mirada mansa, resignada y triste en los ojos amarillos.
El recuerdo se me hizo insoportable y me amargó
la módica felicidad de tomar vino en la noche, mirando el resplandor de las
llamas en el techo y las paredes. Dejé apagar el fuego y sentí que el aire se
ponía helado y espeso como una gelatina. Encendí la luz para leer algo, pero
terminé por meterme entre las cobijas, tiritando.
Al otro día se lo comenté a don Alberto, volví a
compadecerme de Ramón mirando por el ventanal del parador la cansada llovizna
sin viento que el temporal había abandonado en la costa como a un corredor
cansado, incapaz de seguir su carrera.
—Viven allá abajo, solos como ratas —dijo don
Alberto— y no tiene ningún vecino en varias cuadras a la redonda, nadie que
pueda colgarles un perrito de un árbol a la vista de ellos. Adentro de la playa
no hay árboles y, además, Ramón y la vieja nunca tuvieron perro.
—Quizás les haga falta un perrito— dije.
—En ese caso le van a hacer falta muchos
perritos, ya van como cien que mata, o van como cien veces que mata al mismo
perro —contestó don Alberto, riéndose detrás del mostrador, mientras yo pensaba
que en adelante, por más temporal, por más lluvia y viento que hubiera, los
días libres iba a salir lo mismo a caminar por la playa.
Anderssen Banchero (Montevideo, 18 de junio de 1925 — 26 de julio de 1987) Publicó su primer libro de relatos Mientras amanece en 1963, con casi 40 años de edad.
Su obra, de inspiración autobiográfica, tiene como
escenario las zonas suburbanas y los barrios modestos de Montevideo
donde se desarrolla la vida de las clases bajas o medias bajas, en
espacios tales como pensiones, bares, y zonas fabriles.
Debió su nombre de pila al ajedrecista alemán del siglo XIX Adolf
Anderssen, a quien su padre admiraba. Integró, brevemente el grupo de la
Revista Asir, vinculándose con Enrique Estrázulas,
Líber Falco, Eduardo Galeano, entre otros.
Entre sus obras más importantes debemos destacar Un breve verano (1967); Triste de la calle cortada (1975); Las orillas del mundo (1980); Ojos en la noche (1985); y Los regresos (1989).
Falleció en Montevideo en 1987. En forma póstuma, en 1988, recibió el Premio Bartolomé Hidalgo por su novela Los regresos.
viernes, 7 de septiembre de 2018
ahora desando mis palabras desdigo lo antedicho prometo que seré más cuidadoso
es cierto el laberinto es cierto lo angustiante del vacío la muerte las traiciones el miedo a no encontrar el equilibrio
es cierta la violencia y sus secuaces el mundo desquiciado la luz que se desgarra por salir de ciertos calabozos subterráneos
y todo el entramado que nos forma los íntimos legados la herencia dibujada en la memoria las pautas de un sistema que te inculca la ley del egoísta
pero hubo una constante un verso indescifrable en medio del silencio una ilusión tenaz sobreviviendo al temporal de sombra y vidrios rotos algo que no podemos explicar y nos mantuvo a salvo
después de tanta guerra en medio de paredes derrumbadas por fin nos encontramos
sabés estuve viendo así como quien busca en libros viejos qué nos trajo hasta aquí qué cosa hizo que viéramos de a dos la madrugada
y entonces concluí serenamente que no paramos nunca de buscarnos que muchas veces fuimos engañados que no nos conformaron los ejemplos que fueron siempre injustos los abrazos porque solo buscábamos el nuestro
sabés estuve viendo y ahora me doy cuenta que sos vos que no podía ser otra persona por eso pese a todo lo fortuito te puedo asegurar que no fue suerte
era que no podía ser de otra manera
debía suceder
así de fácil
jueves, 6 de septiembre de 2018
siendo parte de estadísticas acopio infinitesimal de la casilla exigua donde te encajonaron siendo parte de una parte de las partes puedo hacer que solo ocupes un momento en el renglón que se me antoje puedo vaticinar el rumbo de tus pasos saber la vacuidad que te motiva y la imbecilidad que vas a pronunciar acto seguido
porque eres predecible y ni te enteras
así que no es difícil que no entiendas lo mucho que me aburres cuando ladras
y toda esa caterva rebeldes de feriado de sábado y domingo cuando el amo les suelta un rato la cadena tiene menos valor que el instinto de un pájaro a la hora de entender las sensaciones el valor de los pánfilos se mide con monedas y no por los latidos de la sangre
el hábitat del tonto son los metros cuadrados donde enchufan su triste marioneta día a día
no existe en el oscuro lupanar un mínimo argumento que le escude es falso ese disfraz de héroe a contramano no llega a contagiar más que tristeza se queda en el cajón que le prestaron
qué buen ejemplo al fin de oveja buena
qué pésima mentira indigna y tantas veces repetida
un eco deleznable pudriendo la cabeza de tus hijos
si ni siquiera puedes entender el modo lamentable en que te mueres
verás a mi me chupa un huevo lo que hagas con tu vida a mi poco me importan tus formas de romperte
se trata del camino
es que sigo corriendo y cuando escapo lejos de la mierda molesta tropezar con tanto muerto
domingo, 2 de septiembre de 2018
la lluvia de tus ojos degradaba el muro de odio sólido que más que protegerte te agobiaba y resolviste estar de espaldas a tu espalda abrir todas las puertas desnudo desarmado alerta en la intemperie criminal sin miedo para siempre
entonces las cosas se acoplaron a tu paso la vida abrió sus libros para darte la dulce enunciación de cada día y fuiste sabio al fin por un instante
desde esa madrugada la esquina se olvidó de la amenaza y pronunció la opción impredecible supiste hacer del sol una alegría creíste en el silencio como aliado
y cuando ya no usaste el ruido de palabras sin sentido oíste con el alma empezaste a ser vos sin miramientos y comprendiste que ese era el camino y no pensaste más en el regreso