sábado, 29 de septiembre de 2018

Nuevo Mester De Juglaría - XI



JOSÉ MARÍA CANO
"Luces De Bohemia Para Elisa"

Luces de Bohemia iluminaban,
al salir de la academia,
los patosos caminares
de tus pies desorientados
a ambos lados de la realidad:
niña bailarina y yo, detrás...

De tus pantorrillas aceradas
yo colgaba mis miradas,
mientras iba maquinando:
"¿Dónde? ¿Cómo? ¿Cómo y cuándo
se le ataca a una puberta en flor?"
¡Cuesta tanto armarse de valor!

Y exclamar con decisión:
"¿Llevas hora, por favor?"

Y hoy colgado de tu risa
soy un loco en la cornisa
haciendo equilibrios para Elisa.
De tus pechos diminutos
se desbordan los minutos
que hacen de las diez una injusticia.

Luces de Bohemia en cada diente,
contestate, sonrïente:
"Tienes un reloj enfrente.
Son las nueve menos veinte
y en mi casa cenan a las diez.
¿Por qué no me invitas a un café?"

Una vuelta del revés
y Don Juan fue Doña Inés.

Con más ansia que pericia
desabrochas mi camisa:
besos por botones para Elisa.
Y perdido entre tu pelo
soy un justo que ha ido al cielo
sin haber pisado nunca misa.



Letra y Música: José María Cano
Intérprete: Emmanuel

lunes, 24 de septiembre de 2018

odiaría extrañar
la copa de licor
la ramita marrón
el rincón donde hablamos de este mundo y el nuestro
tus plantitas
el aire
que se cuela despacio
y se roba sin ganas el olor del tabaco

odiaría no ver
tus pequeños milagros
tu ternura
tus manos
tu silencio que arrasa el vacío en mi alma

solo era contarte
que no pienso en aviones
porque vos me enseñás
a mirar mis zapatos

solo era decirte
y tachar de la lista
las palabras que siento
y que al irme no digo

porque si algo preciso
más que nada en la vida
es sentir que estoy vivo
porque vos estás viva

jueves, 20 de septiembre de 2018

voy mirando despacio
esas fotografías

la distancia es un túnel
y te da perspectiva


sé muy bien donde fui
sé muy bien donde estoy
sé el lugar que elegí
sé a dónde no vuelvo

abro y cierro los ojos

otro clic

y el pasado

queda quieto en las hojas
de un cuaderno amarillo

voy sonriendo sin prisa
saboreando el olvido de las viejas cornisas

el color degradado de las almas sin rostro
son oleaje confuso
las maderas podridas que ahora invaden la costa
son historias
son cuentos
son relatos que nadie propondría narrarme
los viví
me los trajo
la marea de antes
y al final de este túnel
cuentan cosas distintas


de naufragios
de orillas
 
sé muy bien donde fui
sé a dónde no vuelvo

qué otro saldo podría reclamar un fantasma

domingo, 16 de septiembre de 2018

hundido hasta la nariz en el nido de la rana
sin una cicatriz rayándote la vista
ahí donde no vas a mirar ni a detenerte
queda un poco de mí
igual a un charco

sobreviviente del amable cadalso del verdugo
tenaz pisoteador de pústulas de bruja
un segador austero de falacias
indómito y vulgar
entreverado
al punto de omitir sus enunciados
por entender que a nadie le preocupan

no quedan muchas cosas que me importen

si no fuera por vos
el transcurrir del írrito concierto
me ahogaría de tedio
pensaría en rescatar algún cuchillo
y cortaría al vuelo
tanto cogote inútil de gallina

me muevo a contraluz para evitar dar sombra
estoy aliado al ritmo sigiloso de los prófugos
me aburre el teorema propuesto por los tontos

si no fuera por vos me secaría

resisto a duras penas el cansancio
y la única frase en la que creo
empieza con tu nombre

sábado, 15 de septiembre de 2018

Los Cuenteros - III




TEMPORAL
Anderssen Banchero
Ahora, en el invierno, el último ómnibus de Montevideo llega al parador alrededor de las once de la noche y bajamos siempre los mismos cuatro o cinco pasajeros, exhalando nubecitas de aliento que impregnan de humedad las bufandas de lana con que nos envolvemos la garganta y la boca. A esa hora es raro que en el parador haya algún otro parroquiano que los tres que tiritan alrededor de la mesa más apartada, también es raro que sus copas no estén vacías quizás desde hace horas. Igual se quedan allí hasta que cierran, hasta que don Alberto los tiene que echar a la calle. 
Las calles están todas encharcadas y apenas se adivinan entre los fantasmas de los árboles que van surgiendo de la niebla uno a uno, cada pocos pasos. Los tres parecen temer algo que los aguardara en el fondo de la noche y clavan en nosotros sumisas miradas de perros. Puede deberse a que mientras estemos los últimos pasajeros del ómnibus don Alberto no cierra o, acaso, sea una muda súplica para que alguno de nosotros les pague una copa. 
Están siempre allí, en el fondo del bar, en el fondo de todas las cosas pareciera, magros, enjutos y encogidos como esos pajarracos de la costa que uno —estúpidamente— imagina que se deben morir de frío en el viento del mar. Son como tres desechos que hubieran traído a estas playas los vientos o la resaca y que aquí permanecen, apenas desgastándose en el aire salitroso, ajenos a todos los cambios, a que haya casitas nuevas y nuevas caras y a que las novedosas y fantasmales luces de mercurio estén encendidas por las noches entre los fantasmas de los árboles. 
Remigio y Elíseo cuidan dos chalets que quedan vacíos en el invierno, ejercen desde allí, desde la mesa del bar, una especie de televigilancia. Ramón, bajo una hipotética ocupación de Jardinero, disimula el semi proxenetismo que ejerce sobre la vieja Teresa, una enana lavandera tan analfabeta que no conoce ni los números y hay que traducirle las boletas frente al pizarrón de la quiniela, a la que se juega casi todos los escasos pesos que gana con los lavados, aunque —se dice—Ramón le paga por eso y se queda con todo cuando ella acierta. Es curioso que juegue, no sé que clase de esperanzas puede alentar la pobre vieja.
Este año el 18 de Julio cayó en viernes, cosa de agradecerle a los próceres, y el jueves descendí del ómnibus pensando en que tenía por delante los tres días libres corridos que había estado esperando desde que a principios de año me regalaron el almanaque de la panadería; lo único que me interesa de los almanaques son los feriados y los días de cobrar el sueldo.
Ramón se paró allá, en el fondo del bar, y vino, tambaleándose, a recostarse al mostrador a mi lado. Sus estrafalarias ropas lo hacían parecerse a un murguista o a un payaso. Eran ropas viejas aunque increíblemente limpias debido a los lavados de la vieja Teresa, gastados hasta adquirir la textura de una tela de cebolla; el gorro de lana tejido al croché, de mujer —de la vieja seguramente— encasquetado hasta las orejas, el sobretodo que debió ser moda por milnovecientostreinta, con unas solapas triangulares que le cubrían hasta los hombros porque su primitivo dueño debió ser mucho más corpulento que Ramón, el pantalón una cuarta por encima de los tobillos porque debió haber pertenecido a un adolescente, y todo aquello con Ramón adentro, tiritando sobre unas alpargatas de suelas de yute tan gastadas que daba frío de sólo mirarlas sobre las heladas baldosas del piso. 
Me miró como siempre, con aquella especie de súplica, mientras yo pensaba que resultaba torpe como una gaviota caminando en la orilla, hasta en los ojos tenía algo como de gaviota, algo que no llegaba a la expresión maligna de las aves de rapiña pero mucho más desprovisto de cualquier rastro de inteligencia. Tenía en la piel y en los ojos el mismo color, o la falta de color de esas maderas que salen del mar y hasta el mismo olor salino; quizás fue por eso que me hizo recordar a una gaviota. Hasta las profundas arrugas de su rostro parecían haber sido esculpidas por la arena y el salitre en vez de haberlo sido por los años o los sufrimientos, como esas arrugas de las extrañas maderas náufragas. 
—¿Usted se acuerda de mi perrito?—, farfulló gangosamente. 
A sus espaldas vi la expresión de un tipo muy alto que siempre viaja conmigo en el ómnibus; se sonreía con Don Alberto mientras nos miraban. 
—¿Se acuerda que tenía una patita rota, el pobrecito?— balbuceó mientras las lágrimas le corrían hasta el mentón como si las arrugas fueran canaletas. Lo convidé con una copa. 
—¿Hay alguien? ¿Puede haber alguien capaz de matar a un perrito con una patita rota; eh?—preguntó entre pucheros. 
—Usted se acuerda de él ¿verdad? ¿Se acuerda que era negrito y tenía una manchita blanca en el pecho? ¿Se acuerda que me seguía a todos lados? ¿Cuántas veces lo vio esperándome aquí mismo, en la puerta del boliche? 
Yo estaba seguro de haber visto un perrito así y hasta miré hacia la puerta como si pudiera verlo allí todavía. Le dije a Ramón que qué se iba a hacer, porque decirle que a todos nos va a llegar la hora, o no somos nada, como se estila, me pareció exagerado tratándose de un perro.
Apuró la caña y poniéndome un dedo en el pecho, como el caño de una pistola, afirmó:
—Pero yo sé quién fue. Esté tranquilo que yo sé quién fue.
Le dije que estaba tranquilo y lo convidé con otra copa. Miró desconfiadamente, de costado, como una gaviota dispuesta a alzar el vuelo, las risueñas expresiones de don Alberto y el tipo alto y, aproximándome la cabeza envuelta en una nube de aliento a caña. me dijo en voz baja:
—Fue el vecino de al lado de mi casa, siempre la tenía con que el perrito le escarbaba en el terreno. ¿A usted le parece que un perrito con una patita rota puede escarbar en el terreno de ese tipo?
—Es evidente que a un perrito con una patita rota le debe resultar sumamente difícil escarbar en ese terreno o en cualquier otro— le dije.
—¿Verdad? ¿Verdad? —lloró. —Págueme otra caña, don— se animó.
—Lo ahorcó con un alambre— contó, como si se sintiera en la obligación de retribuirme la caña con el relato. —¡Con un alambre! ¡Y lo tuvo todo el día colgado de un árbol para que yo lo estuviera viendo desde la puerta de mi casa!
El relato me pareció conmovedor y terrible, sobre todo aquel detalle del alambre, del perrito colgado de un árbol, frente a la puerta de Ramón.
Otra vez tenía la copa vacía y mandó servir.
—Paga el señor— dijo.
—Lo crié de chiquito así— contó después de beber un trago, juntando las manos como si tuviera entre ellas un puñado de maníes y se las miró tiernamente, con lágrimas en los ojos, como si en aquel hueco estuviera todavía el perrito recién nacido.
De haber tomado un par de copas más quizás yo también me hubiera puesto a llorar, por eso opté por dejarlo solo junto al mostrador y las copas vacías. Sentí, cuando me iba hacia la puerta, que miraba mis espaldas con hondo reproche por lo que pudo considerar indiferencia de mi parte y también me pareció que el tipo alto y don Alberto se divertían con su desgracia.
En la madrugada y del lado del mar, como siempre, se levantó un temporal de viento y agua. Algún refusilo o algún trueno que hizo vibrar los vidrios de la ventana lograron despertarme a medias. Enseguida volví a hundirme en el sueño, en medio de la furia del aguacero. Desperté a una mañana sobre la que pasaba un plúmbeo cielo invernal, a un encharcado paisaje arenoso, con la desolada sensación de que tenía tres días vacíos, perdidos en mi vida. A la nochecita procuré distraerme mirando por televisión un desfile militar que podía haber sido el del año pasado o el de cualquier otro año donde ya estuviera inventada la televisión, un desfile entre edificios tan empapados como las casitas y los pinos de los alrededores, y me quedé dormido con la monotonía de los uniformes, los bronces y tambores de las bandas y la lluvia; cuando desperté ya habían terminado las señales del oeste y demás puntos cardinales y yo tenia algunas horas menos que perder; lo malo era que seguramente por mucho rato no iba a poder volver a dormir. Solamente así se me pudo ocurrir recordar lo que me había contado Ramón en el parador.
Hay pensamientos, estados de ánimo nocturnos que no se desvanecen con la luz matinal y, además, la luz de un lluvioso día de mediados de Julio no es suficiente para desvanecer nada como no sean las ganas de vivir y sólo así se explica que me haya pasado todo el sábado pensando en Ramón y en la vieja Teresa, mientras miraba por la ventana el enanito rojo con el pico al hombro mojarse pacientemente sobre el pasto empapado, o, mirando por la ventana del fondo, de la cocina, el mar del invierno más allá de los médanos, revuelto por aquel viento que llenaba todo de frío y arena.
Imaginaba que no había más playa, que las olas debían habérsela tragado y estuve tentado de ir a ver el mar que, hasta donde se perdiera en la niebla, hasta donde el agua salada se confundiera con la de la lluvia, sería para mí solo, quizás también para alguna gaviota solitaria, pero esa clase de cosas no les interesan a las gaviotas por más que miren y miren el mar como si pensaran en lugares remotos. No debía quedar ninguna en la costa, hacía casi dos días que soplaba recio del sur y todo el tiempo había estado sintiéndolas pasar tierra adentro, graznando indignadas sobre los techos y los árboles.
Allá abajo, en la costa, debían quedar nada más que Ramón y la vieja Teresa metidos en las ruinas de lo que debió ser una barraca de pescadores, o un puesto de resguardo o la vivienda de algún solitario que en algún tiempo estuvo perdida entre los arenales. Estarían mirando volarse en aquel viento las últimas pajas que le quedaban al ruinoso techo de quincha, buscando entre las paredes algún rincón que no se lloviera, mucho más solos ahora que les faltaba el perrito. Habrían encendido sobre el piso un fuego de cualquier cosa, de esas maderas que salen del mar y que el salitre hace estallar como cohetes al quemarse. Las olas debían haber rodeado la tapera, debían estar a su puerta. El agua nunca había entrado en ella porque estaba arriba de un médano, pero esa noche, para ir al boliche, Ramón iba a tener que mojarse hasta el culo.
Si fuera pintor me hubiera gustado pintar aquella ruina contra el marrón turbio de mar y la arena que las olas ensucian de petróleo y de cualquier clase de porquerías cuando el viento sopla del lado de Montevideo, pintar todo eso en un día sin viento, aunque no en verano, cuando los colores de los trajes de baño y las sombrillas playeras de los bañistas le quitan toda la desolación, la grandeza y hasta la seriedad al paisaje. Pintarlo en un día gris y desolado, con alguna vieja chalana volcada en la playa. Una vez vi un cuadro así y me pareció que la vida del pintor tenía sentido, estaba justificada. Pero esa noche no pensé en un cuadro, pensé en aquellos dos infelices y me dio tristeza o frío, o las dos cosas.
Cuando encendiera el fuego de la estufa de leña iba a tratar de olvidarlos para no amargarme también la felicidad de tomar vino mirando las llamas, me iba a bastar para eso pensar lo que todo el mundo pensaba de Ramón. Pero cuando a la noche encendí el fuego y puse la botella cerca de las llamas para entibiarla lo único que había logrado fue que al recuerdo de aquellos dos pobres diablos que se estaban muriendo de frío en la tapera de la costa, se sumara el de aquel perrito negro con una patita rota que yo había visto mil veces renqueando patéticamente por las calles. Tenía una mirada mansa, resignada y triste en los ojos amarillos.
El recuerdo se me hizo insoportable y me amargó la módica felicidad de tomar vino en la noche, mirando el resplandor de las llamas en el techo y las paredes. Dejé apagar el fuego y sentí que el aire se ponía helado y espeso como una gelatina. Encendí la luz para leer algo, pero terminé por meterme entre las cobijas, tiritando.
Al otro día se lo comenté a don Alberto, volví a compadecerme de Ramón mirando por el ventanal del parador la cansada llovizna sin viento que el temporal había abandonado en la costa como a un corredor cansado, incapaz de seguir su carrera.
—Viven allá abajo, solos como ratas —dijo don Alberto— y no tiene ningún vecino en varias cuadras a la redonda, nadie que pueda colgarles un perrito de un árbol a la vista de ellos. Adentro de la playa no hay árboles y, además, Ramón y la vieja nunca tuvieron perro.
—Quizás les haga falta un perrito— dije.
—En ese caso le van a hacer falta muchos perritos, ya van como cien que mata, o van como cien veces que mata al mismo perro —contestó don Alberto, riéndose detrás del mostrador, mientras yo pensaba que en adelante, por más temporal, por más lluvia y viento que hubiera, los días libres iba a salir lo mismo a caminar por la playa.

Anderssen Banchero (Montevideo, 18 de junio de 1925 —  26 de julio de 1987) Publicó su primer libro de relatos Mientras amanece en 1963, con casi 40 años de edad.
Su obra, de inspiración autobiográfica, tiene como escenario las zonas suburbanas y los barrios modestos de Montevideo donde se desarrolla la vida de las clases bajas o medias bajas, en espacios tales como pensiones, bares, y zonas fabriles.
Debió su nombre de pila al ajedrecista alemán del siglo XIX Adolf Anderssen, a quien su padre admiraba. Integró, brevemente el grupo de la Revista Asir, vinculándose con Enrique Estrázulas, Líber Falco, Eduardo Galeano, entre otros.
Entre sus obras más importantes debemos destacar Un breve verano (1967); Triste de la calle cortada (1975); Las orillas del mundo (1980); Ojos en la noche (1985); y Los regresos (1989).
Falleció en Montevideo en 1987. En forma póstuma, en 1988, recibió el Premio Bartolomé Hidalgo por su novela Los regresos.

viernes, 7 de septiembre de 2018

ahora
desando mis palabras
desdigo lo antedicho
prometo que seré más cuidadoso

es cierto el laberinto
es cierto lo angustiante del vacío
la muerte
las traiciones

el miedo a no encontrar el equilibrio

es cierta la violencia y sus secuaces

el mundo desquiciado
la luz que se desgarra por salir
de ciertos calabozos subterráneos

y todo el entramado que nos forma
los íntimos legados
la herencia dibujada en la memoria

las pautas de un sistema que te inculca
la ley del egoísta

pero hubo una constante
un verso indescifrable en medio del silencio
una ilusión tenaz sobreviviendo

al temporal de sombra y vidrios rotos
algo que no podemos explicar
y nos mantuvo a salvo

después de tanta guerra
en medio de paredes derrumbadas
por fin nos encontramos

sabés
estuve viendo
así como quien busca en libros viejos
qué nos trajo hasta aquí
qué cosa hizo que viéramos de a dos la madrugada

y entonces concluí serenamente
que no paramos nunca de buscarnos

que muchas veces fuimos engañados
que no nos conformaron los ejemplos
que fueron siempre injustos los abrazos
porque solo buscábamos el nuestro

sabés
estuve viendo
y ahora me doy cuenta que sos vos
que no podía ser otra persona
por eso pese a todo lo fortuito
te puedo asegurar que no fue suerte

era que no podía ser de otra manera
debía suceder
así de fácil

jueves, 6 de septiembre de 2018

siendo parte de estadísticas
acopio
infinitesimal
de la casilla exigua donde te encajonaron
siendo parte de una parte de las partes
puedo hacer que solo ocupes
un momento en el renglón que se me antoje
puedo vaticinar el rumbo de tus pasos
saber la vacuidad que te motiva
y la imbecilidad
que vas a pronunciar acto seguido

porque eres predecible y ni te enteras

así que no es difícil que no entiendas
lo mucho que me aburres cuando ladras

y toda esa caterva
rebeldes de feriado
de sábado y domingo
cuando el amo les suelta
un rato           la cadena
tiene menos valor
que el instinto de un pájaro
a la hora de entender  las sensaciones


el valor de los pánfilos se mide con monedas
y no por los latidos de la sangre

el hábitat del tonto
son los metros cuadrados donde enchufan
su triste marioneta día a día

no existe en el oscuro lupanar
un mínimo argumento que le escude
es falso ese disfraz
de héroe a contramano
no llega a contagiar más que tristeza
se queda en el cajón que le prestaron

qué buen ejemplo al fin
de oveja buena

qué pésima mentira
indigna y tantas veces repetida

un eco deleznable
pudriendo la cabeza de tus hijos

si ni siquiera puedes entender
el modo lamentable en que te mueres

verás
a mi me chupa un huevo lo que hagas con tu vida
a mi poco me importan tus formas de romperte

se trata del camino

es que sigo corriendo
y cuando escapo lejos de la mierda
molesta tropezar con tanto muerto

domingo, 2 de septiembre de 2018

la lluvia de tus ojos
degradaba
el muro de odio sólido
que más que protegerte te agobiaba
y resolviste estar
de espaldas a tu espalda
abrir todas las puertas
desnudo
desarmado
alerta en la intemperie criminal
sin miedo para siempre

entonces
las cosas se acoplaron a tu paso
la vida abrió sus libros para darte
la dulce enunciación de cada día
y fuiste sabio al fin
por un instante

desde esa madrugada
la esquina se olvidó de la amenaza
y pronunció la opción impredecible
supiste hacer del sol una alegría
creíste en el silencio como aliado

y cuando ya no usaste
el ruido de palabras sin sentido
oíste con el alma
empezaste a ser vos sin miramientos
y comprendiste que ese era el camino
y no pensaste más en el regreso