CONTRABAJO SOLO
Héctor Galmés
Si no hubiera estado recordando lo que la
soprano me dijo el viernes pasado justo cuando el director me dio entrada en el
finale del Himno a la Alegría, tal vez las cosas hubiesen sucedido de otro
modo. Aquel recuerdo se habría confundido quizá con tantos otros que se pierden
sin dejar huella. Pero lo cierto es que, cuando la batuta apuntó a los
contrabajos, yo no estaba con la orquesta sino con María Celeste. Volví a verla
en la penumbra de la salita, reclinada en el sofá, completamente desnuda, con
la medallita de San Jorge naufragando entre sus pechos opulentos. Fue por eso
que me equivoqué.
Horrorizado, comprobé que las manos no me
pertenecían y que el arco jugaba libremente sobre las cuerdas arrancándoles
estridencias. Me olvidé por completo de la partitura. Consciente de lo
inevitable del desastre, cerré los ojos. Sentí que el sudor se enfriaba sobre
mis párpados y me bañaba el rostro. Cuando logré recuperar el dominio de los
dedos, dejé caer el arco. Todo el teatro me estaría mirando.
Confieso que me faltó coraje para simular un
desmayo. Hubiera sido mi salvación precipitarme hacia adelante, abrazado al
instrumento que habría reventado bajo el peso de mi cuerpo. Lamentablemente no
se me ocurrió. Se me ocurre recién ahora.
No creo que el maestro, por desalmado que
sea, hubiese tenido el coraje de continuar con la ejecución de la Novena,
mientras un supuesto cadáver yaciera sobre la caja hecha pedazos. ¿Y quién
hubiese podido aplacar su ira? Luego de disculparse ante el público asombrado,
se habría retirado apresuradamente para esperarme en los camarines y maldecirme
(si cadáver), o aguardar a que volviera en mí (si hombre desmayado) para
agarrarme por las solapas, sacudirme, y escupirme la cara por haberle arruinado
el concierto.
Desaproveché la oportunidad de vengar con
una acción heroica a todos los contrabajistas del mundo, a los marginados de la
orquesta, pues la crítica se interesaría por nuestra suerte y acaso algún
cronista musical hubiese puesto el grito en el cielo al enterarse de lo
ocurrido hacía ya un mes, cuando le presenté al director mi opus único, una
sonata para contrabajo. Luego de soportar sus insolencias, tuve intención de
concurrir a las redacciones de los diarios y exponer mis quejas. Pero los ruegos
de María Celeste aplacaron mi furia. El director, sin tomarse el trabajo de
echar un vistazo a mis cuadernos, me había dicho después de soltar una carcajada
(solo ríe para herir):
—Pero, querido, no joda con eso. Por buena
que sea su composición nadie duda que es absolutamente ridículo ver a un fulano
tocando un solo de contrabajo en medio del escenario. El armatoste solo sirve
para acompañar, ¿o todavía no se lo dijeron'? ¿Por qué no prueba con la viola o
el cello? No quiero que me interprete mal. No niego su solvencia, pero
comprenda que usted ha elegido un instrumento gregario.
Y debo reconocer que tenía razón, porque
cuando dejé de tocar, mejor dicho, cuando el arco dejó de jugar caprichosamente
sobre las cuerdas, no pasó nada. Los otros contrabajos, en vez de solidarizarse
conmigo, siguieron con el finale, con tanto entusiasmo, que mi claudicación
debió de pasar inadvertida. Entonces me indigné, y en lugar de hacer lo que
tendría que haber hecho, es decir, ponerme a gritar como un energúmeno, mandar
al diablo al director y a la orquesta, y, por qué no, al público siempre
conformista que comparte el desprecio de los directores por los contrabajos, en
lugar de fingirme loco (hubiera producido mayor efecto que fingirme desmayado),
cuando el barítono hacía resonar sus vísceras con los versos de Schiller,
agarré el instrumento por el mástil y abandoné ruidosamente el escenario
haciendo sonar mis tacos sobre las tablas. Me imagino la sorpresa del público.
Las miradas del director no necesito imaginarlas, pues se petrificaron contra
mi nuca. El barítono siguió cantando como si nada hubiera ocurrido.
El
portero de la entrada del personal dormía profundamente. Salí a la calle. Muchos
de los que vienen al centro solamente los sábados por la noche, me miraban con
extrañeza porque nunca habrán visto un contrabajo de cerca, y menos
aún llevado de arrastre por la vereda.
Bajé a la rambla. El cielo estaba oscuro.
Más oscuro que el mar. De vez en cuando me detenía a escuchar el ruido de las
olas al romper contra el murallón . Pero no podía detenerme mucho tiempo porque
volvía a ver a María Celeste sobre el sillón, jugando con la medallita.
Aparecía allí, sobre el ojo vaciado del sur, fluyendo y refluyendo como las
olas, repitiendo lo que me dijo el viernes, una sola vez, harta de mi
presencia: “Los contrabajos me dan lástima”.
Anduve hasta la playa: bajé a la arena, y
allí, sobre la orilla húmeda, casi en el límite de la espuma, me vinieron ganas
de ponerme a tocar, en primera audición, mi opus único. Dos enamorados se
besaban cerca de mí. Me di cuenta de que mi obra les había llegado porque
dejaron de besarse y se aproximaron. La muchacha sollozaba de emoción, y yo me
sentía feliz, ejecutando el adagio para los desconocidos.
Y ahora, mientras navego hacia el sur sin
orillas, abrazado de la caja que durará más que yo sobre las aguas, lamento no
haber asumido una actitud verdaderamente heroica. Enfrentarme al público, por
ejemplo, para gritarle la verdad, en vez de retirarme sin decir palabra.
Mañana, el director se sentirá aliviado al enterarse de mi desaparición, María
Celeste le dirá a su nuevo amante (sospecho que es otro marginado: el gordo de
los timbales) que estaba segura de que yo terminaría así, y luego me olvidará
para siempre... Solo los enamorados de la playa me recordarán con un poco más
de cariño. Gracias a Dios.
Héctor Galmés (Montevideo, 21 de diciembre de 1933 - Montevideo, 12 de enero de 1986) fue un escritor, profesor y traductor uruguayo. Fue profesor de literatura en liceos de Dolores, Soriano, y de Montevideo. Dio clases de
literatura española e hispanoamericana en el Instituto de Profesores Artigas
desde la segunda mitad de los años 1970 hasta 1985. Su primera novela, Necrocosmos,
fue publicada en 1971. En 1977 publicó Las calandrias griegas y en 1985 Final
en borrador, novelas que junto con la primera conforman una trilogía cuya
temas centrales son la imaginación y el declive de las fuerzas creadoras. Como
crítico y ensayista publicó, en la primera mitad de los años 1970, sus trabajos
en la revista Maldoror, cuyo consejo de redacción integraba. En 1981
reunió sus cuentos en La noche del día menos pensado, en la misma tónica
que sus novelas, más la inclusión de elementos fantásticos en algunos de ellos.
Hasta entonces, solo había publicado cuentos en algunas antologías colectivas. En
forma póstuma, Ediciones de la Banda Oriental (EBO), editorial en la que aparecieron todos sus libros y
traducciones, publicó en 2006 su novela La siesta del burro junto a su
cuento Sosías. Estos textos fueron reconstruidos por Heber Raviolo
sobre la base de los papeles que Galmés dejara a su muerte en 1986. En 2011 se
editó su obra de ficción completa, más un par de cuentos inéditos, en un volumen
titulado Narraciones completas (EBO), con prólogo de Elvio Gandolfo.