Ante todo quiero aclarar que no soy un
simple cronista de los hechos que ahora conocerán. Intentaré ser breve, lo
prometo, y buscaré, en la medida de mis limitaciones, las palabras más cercanas
a la realidad.
Ubiquémonos, primero, geográficamente:
orillas del arroyo Pando, El Pinar, hacia el norte. Digamos que en dirección
opuesta al mar, allí donde se asientan las últimas casas y los médanos de
blanquísima arena anuncian el comienzo del monte; más aún, monte adentro, la
vegetación alardea con su exuberancia y el ámbito, entonces, se vuelve propicio
para todo tipo de recreaciones al aire libre. No es extraño pues que, con
frecuencia, se den cita en esa zona muchos campamentistas de diversas
procedencias, ávidos por disfrutar de la belleza natural del entorno. De hecho,
para nosotros, los que vivimos allí en forma permanente, estas personas son casi
parte del paisaje que presenciamos día a día.
Un atardecer, mientras caminaba
tranquilamente por la orilla, termo y mate en ristre, me detuve a contemplar a
un grupo de estos visitantes que chapoteaba alegremente en las aguas del arroyo.
Me provocaba una especie de íntima alegría ver el disfrute de los jóvenes. En
cierta forma, nosotros, los residentes, nos sentíamos un poco dueños del lugar.
Y no con un sentimiento de posesión, al contrario, nos sentíamos privilegiados
de vivir allí y de compartir ese pequeño paraíso con aquellos que sabían valorarlo. Era un íntimo orgullo que nunca
sería confesado porque, en definitiva, también nos alegraba que ese lugar no
tuviera dueños.
Justo sobre un alto médano, un muchachón de
unos dieciocho años, ensayaba cómicas piruetas buscando la risa de sus amigos
que lo miraban desde el agua. Llevaba unas bermudas de color fluorescente y un
sombrero de paja que resultaba cómico de tan deteriorado. De pronto, el joven arrojó
lejos el sombrero y, luego de un breve impulso, se dejó caer desde la altura
hacia las aguas del arroyo, en un clavado perfecto. Cuando emergió comenzó a
nadar hacia la margen opuesta de manera tal que llamó mi atención: sus brazadas
eran seguras, respiraba con ritmo, sus movimientos eran sincronizados y
desarrollaba una velocidad inusual. Evidentemente el muchacho era un eximio
nadador pese a que, un rato antes, nadie hubiera dudado de que se trataba de un
payaso. Sonreí ante ese pensamiento y decidí emprender el regreso. La noche comenzaba
a derramar aceite quemado sobre el mundo…
Al otro día, en el almacén, no se hablaba de
otra cosa que de la presencia de prefectura en el arroyo. Alguien había visto
un par de embarcaciones alrededor de la zona de campamentos.
Era indudable que había
ocurrido un accidente.
Para los que conocemos el arroyo, el hecho
podía no ser novedoso. Si se trataba de una persona ahogada, no era la primera
ni tampoco sería la última. El Pando es jodido detrás de su plácida apariencia.
En su lecho se esconden trampas en forma de intrincadas raíces que, a veces,
resultan fatales para aquellos que subestiman su peligrosidad.
Finalmente el Isma trajo la noticia que ya todos
los vecinos suponíamos: “Se ahogó un pibe en el arroyo”, dijo y agregó: “Todavía
lo están buscando”.
Tres días de búsqueda y nada, el cuerpo
nunca fue hallado. Prefectura desistió y el tiempo se comió la historia. Ese
cuento inconcluso de un joven que nunca conocí y que, sin embargo, me inundaba
de tristeza. Siempre resulta difícil asumir las muertes ocurridas a temprana edad.
Alguna vez, en las madrugadas del invierno, atravesando
la niebla y contemplando la evaporación que emergía desde las aguas, se me
ocurrió que esas tenues nubes eran las almas de los ahogados que subían, por
fin, hacia un lugar mejor.
Solo, sin mucho para hacer, viviendo en el
lugar que elegí, lejos de un mundo al que declaré antinatural y tóxico, mis
días transcurrían inmersos en la más profunda serenidad. Amo la música y gran
parte de mi tiempo lo invierto en disfrutar de mis discos. Tengo cientos. Creo
que ellos siempre se adaptan a lo que necesito, me rescatan, me elevan, me
protegen, me cuidan. A veces toco la guitarra, sólo a veces, e invento alguna
canción de poquísimos acordes y versos trasnochados que nunca nadie va a
escuchar. Mi vida, sin embargo, así de sencilla, era tal cual yo la quería.
Unos cuantos meses después del trágico suceso,
involuntariamente, y sorprendiéndome a mí mismo, me encontré en una situación
similar a la vivida antes del accidente del joven campamentista. Una vez más me descubrí a cierta distancia de un grupo de jóvenes que se divertían en el
arroyo. Atardecía. La noche comenzaba a sombrear el paisaje. Sentí un escalofrío al recordar lo
acontecido. Miré al grupo y, acaso por intuición, miré hacia la margen opuesta.
Detrás de unas rocas que habitualmente ocupaban pescadores, creí ver un bulto que se movía
lentamente, algo como una sombra, una silueta. La visibilidad no era la mejor, no
obstante fijé la vista y me convencí que, efectivamente, había algo allí, tras
las rocas, agazapado, ahora inmóvil, como esperando.
Me quedé paralizado y terminé lentamente de
fumar. Cuando verifiqué que la visión ya era incapaz de atravesar sombra y
distancia empecé a desandar el camino que me separaba de mi casa, preocupándome en
alejar cualquier idea descabellada que intentara ocupar mis pensamientos.
Al otro día, en el almacén, se hablaba de
dos nuevos ahogados.
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