sábado, 4 de abril de 2015

El Musicomaníaco de "El Pinar" - I



   Ante todo quiero aclarar que no soy un simple cronista de los hechos que ahora conocerán. Intentaré ser breve, lo prometo, y buscaré, en la medida de mis limitaciones, las palabras más cercanas a la realidad.
   Ubiquémonos, primero, geográficamente: orillas del arroyo Pando, El Pinar, hacia el norte. Digamos que en dirección opuesta al mar, allí donde se asientan las últimas casas y los médanos de blanquísima arena anuncian el comienzo del monte; más aún, monte adentro, la vegetación alardea con su exuberancia y el ámbito, entonces, se vuelve propicio para todo tipo de recreaciones al aire libre. No es extraño pues que, con frecuencia, se den cita en esa zona muchos campamentistas de diversas procedencias, ávidos por disfrutar de la belleza natural del entorno. De hecho, para nosotros, los que vivimos allí en forma permanente, estas personas son casi parte del paisaje que presenciamos día a día.
   Un atardecer, mientras caminaba tranquilamente por la orilla, termo y mate en ristre, me detuve a contemplar a un grupo de estos visitantes que chapoteaba alegremente en las aguas del arroyo. Me provocaba una especie de íntima alegría ver el disfrute de los jóvenes. En cierta forma, nosotros, los residentes, nos sentíamos un poco dueños del lugar. Y no con un sentimiento de posesión, al contrario, nos sentíamos privilegiados de vivir allí y de compartir ese pequeño paraíso con aquellos que  sabían valorarlo. Era un íntimo orgullo que nunca sería confesado porque, en definitiva, también nos alegraba que ese lugar no tuviera dueños.
   Justo sobre un alto médano, un muchachón de unos dieciocho años, ensayaba cómicas piruetas buscando la risa de sus amigos que lo miraban desde el agua. Llevaba unas bermudas de color fluorescente y un sombrero de paja que resultaba cómico de tan deteriorado. De pronto, el joven arrojó lejos el sombrero y, luego de un breve impulso, se dejó caer desde la altura hacia las aguas del arroyo, en un clavado perfecto. Cuando emergió comenzó a nadar hacia la margen opuesta de manera tal que llamó mi atención: sus brazadas eran seguras, respiraba con ritmo, sus movimientos eran sincronizados y desarrollaba una velocidad inusual. Evidentemente el muchacho era un eximio nadador pese a que, un rato antes, nadie hubiera dudado de que se trataba de un payaso. Sonreí ante ese pensamiento y decidí emprender el regreso. La noche comenzaba a derramar aceite quemado sobre el mundo…
   Al otro día, en el almacén, no se hablaba de otra cosa que de la presencia de prefectura en el arroyo. Alguien había visto un par de embarcaciones alrededor de la zona de campamentos.
Era indudable que había ocurrido un accidente.
   Para los que conocemos el arroyo, el hecho podía no ser novedoso. Si se trataba de una persona ahogada, no era la primera ni tampoco sería la última. El Pando es jodido detrás de su plácida apariencia. En su lecho se esconden trampas en forma de intrincadas raíces que, a veces, resultan fatales para aquellos que subestiman su peligrosidad.
   Finalmente el Isma trajo la noticia que ya todos los vecinos suponíamos: “Se ahogó un pibe en el arroyo”, dijo y agregó: “Todavía lo están buscando”.
   Tres días de búsqueda y nada, el cuerpo nunca fue hallado. Prefectura desistió y el tiempo se comió la historia. Ese cuento inconcluso de un joven que nunca conocí y que, sin embargo, me inundaba de tristeza. Siempre resulta difícil asumir las muertes ocurridas a temprana edad.
   Alguna vez, en las madrugadas del invierno, atravesando la niebla y contemplando la evaporación que emergía desde las aguas, se me ocurrió que esas tenues nubes eran las almas de los ahogados que subían, por fin, hacia un lugar mejor.
   Solo, sin mucho para hacer, viviendo en el lugar que elegí, lejos de un mundo al que declaré antinatural y tóxico, mis días transcurrían inmersos en la más profunda serenidad. Amo la música y gran parte de mi tiempo lo invierto en disfrutar de mis discos. Tengo cientos. Creo que ellos siempre se adaptan a lo que necesito, me rescatan, me elevan, me protegen, me cuidan. A veces toco la guitarra, sólo a veces, e invento alguna canción de poquísimos acordes y versos trasnochados que nunca nadie va a escuchar. Mi vida, sin embargo, así de sencilla, era tal cual yo la quería.
   Unos cuantos meses después del trágico suceso, involuntariamente, y sorprendiéndome a mí mismo, me encontré en una situación similar a la vivida antes del accidente del joven campamentista. Una vez más me descubrí a cierta distancia de un grupo de jóvenes que se divertían en el arroyo. Atardecía. La noche comenzaba a sombrear el paisaje.  Sentí un escalofrío al recordar lo acontecido. Miré al grupo y, acaso por intuición, miré hacia la margen opuesta. Detrás de unas rocas que habitualmente ocupaban  pescadores, creí ver un bulto que se movía lentamente, algo como una sombra, una silueta. La visibilidad no era la mejor, no obstante fijé la vista y me convencí que, efectivamente, había algo allí, tras las rocas, agazapado, ahora inmóvil, como esperando.
   Me quedé paralizado y terminé lentamente de fumar. Cuando verifiqué que la visión ya era incapaz de atravesar sombra y distancia empecé a desandar el camino que me separaba de mi casa, preocupándome en alejar cualquier idea descabellada que intentara ocupar mis pensamientos.
   Al otro día, en el almacén, se hablaba de dos nuevos ahogados.

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