Para mi sorpresa, aquella vez, se me
encomendó musicalizar “La Fiesta de la Primavera”, un evento que organizaban
los vecinos anualmente con el propósito de recaudar algún dinero que, con buen
criterio, era invertido luego en la misma comunidad. De este modo se logró
construir un salón comunal, se organizó una biblioteca, se consiguió la
iluminación de las canchas de fútbol y básket
y varios emprendimientos más que resultaría tedioso enumerar en detalle.
No era un secreto para nadie mi pasión por la música, en primer lugar porque yo
no hacía nada por ocultarla y, en segundo, porque era poco probable que, cada
vez que dialogara con alguien, yo no arrastrara irremediablemente el tema que
fuera hacia ese territorio que tanto amaba. De hecho más de una vez me descubrí
envuelto en serios conflictos internos a raíz de esa empalagosa costumbre.
Temía parecerme al “Arco de Tacuabé”, aquel antiguo instrumento musical de los
charrúas que poseía una cuerda única. No obstante, todos sabían también que yo
escuchaba música “rara”, como ellos mismos decían, por eso me sorprendió la
designación. Como sea, creo que podía ingeniarme para sacar adelante la
situación planteada, sin tener que recurrir a cierta música con la que no tenía
mucha afinidad.
Mentalmente hice una posible lista con
canciones que podría utilizar para la ocasión y he de confesar que quedé
bastante satisfecho. Después fue cuestión de organizar en segmentos las
probables ocho horas en las que se desarrollaría la fiesta, descontando las
actuaciones de los grupos que actuarían en forma directa.
Siempre creí que cada canción tenía un color
que la caracterizaba. No se trataba de ritmos, de simplificar el asunto en
“lentas y movidas”, era algo más profundo y difícil de explicar. Cuando me
tocaba hacer una selección para obsequiar o ante el pedido de algún amigo,
sentía que tenía que moverme de la misma manera que un pintor, es decir
combinando colores, buscando los matices, entrelazando los acordes como si se
tratara de rayos de luz atravesando un diamante. Podía sentirlo, no enunciarlo.
Siempre pensé, también, que la música era lo más parecido al alma y, desde esa
base tan íntima, confeccioné y combiné las canciones que iba a emplear en el
evento. Era una fiesta, por lo tanto sólo incluí música de colores vivos, brillantes,
canciones como sonrisas pintadas sobre un lienzo que contemplarían cien oídos.
Así, esa tarde de principios de octubre, en
el predio que llamábamos “La Placita”, me senté frente a la consola de sonido,
dispuesto a compartir mi pasión. Nadie había faltado a la cita. Era emocionante
ver a la comunidad unida, no importaba la edad, no importaban las creencias, la
comunión se originaba en el sentimiento de alcanzar algo bueno para todos y en
ese punto anidaba el espíritu que
gobernaba la fiesta.
Transcurrieron las horas y creo que mi tarea
no distorsionó la celebración. Al menos eso decían los rostros que veía a mi
alrededor. Me gustaba eso de pasar desapercibido, de entregar algo y recoger, a
cambio, cosas que nadie va a decirte, pero que se perciben si miras más allá.
Ese era mi sentimiento y, por lo tanto, íntimamente sentí que no lo había hecho
mal.
Como curiosidad, apenas ese tipo que yo no
había visto nunca en el barrio y que se acercó con su saco negro y sus grandes
lentes de culo de botella para decirme, en medio del sonido ensordecedor: “Te
felicito…”
Cuando quise agradecerle, ya me había dado
la espalda y se alejaba en dirección al arroyo.
La madrugada comenzaba a pintarrajear con
tonos anaranjados el horizonte y, en el
arroyo, las almas iniciaban la danza vaporosa y fugaz de la ascensión.
Don Felder y Joe Walsh, por enésima vez, nos
conmovían con el solo de “Hotel California”.
...