No estaba tranquilo. Aquella silueta que había visto en la orilla opuesta del arroyo, me turbaba. No tenía elemento alguno, excepto mi imaginación, para vincular a los ahogados con ese hecho. Lo extraño era que, en esta ocasión, las dos supuestas víctimas tampoco habían sido encontrados por gendarmería. Lo extraño era que aquel primer desaparecido, después de algunas conversaciones con los familiares que no se resignaban y seguían buscando, por su descripción, se parecía demasiado al muchacho que yo había visto nadar. Lo extraño era que justamente él se hubiera ahogado, cuando yo mismo me había sorprendido de su técnica.
En fin, que de todos modos no tenía mucho que hacer... Acaso la misma horizontalidad de una vida sin sobresaltos me conducía a elucubraciones disparatadas, inocentes artimañas para inyectar un poco de emoción en el remanso.
Así pues, opté por hacer una visita al sitio que provocaba mi desasosiego: caminé hasta la ruta, crucé el puente y, poco antes del peaje, viré a la izquierda. Mientras atravesaba el monte oí, a lo lejos, cierta melodía extraña y, a la vez, familiar que llegó empujada por el viento y que, casi inmediatamente, enmudeció. Poco después llegué al lugar en donde, aquella tarde, creí percibir esa forma que me desvelaba. Busqué, entonces, alguna huella, algún rastro que me convenciera de la presencia que había vislumbrado. Pero no hallé nada. Seguí caminando hacia el norte y, nuevamente, escuché la melodía; no era la misma pero continuaba resultando familiar a mis oídos. Esta vez llegó en forma más clara y, a modo de desafío, me propuse encontrarla en algún cajón de la memoria mientras avanzaba. Me sonreí. Tal era el lugar fundamental que ocupaba la música en mi vida. Acaso mi vida entera orbitaba alrededor de su eje.
En esas estaba cuando, de pronto, a mis espaldas, el ruido de una rama quebrada me dijo que no estaba solo. Me di vuelta instintivamente y, frente a mí, detrás de unos arbustos, vi que estaba el tipo de los lentes de culo de botella. Simultáneamente llegaron a mi mente los nombres de las melodías que intentaba recordar.
En fin, que de todos modos no tenía mucho que hacer... Acaso la misma horizontalidad de una vida sin sobresaltos me conducía a elucubraciones disparatadas, inocentes artimañas para inyectar un poco de emoción en el remanso.
Así pues, opté por hacer una visita al sitio que provocaba mi desasosiego: caminé hasta la ruta, crucé el puente y, poco antes del peaje, viré a la izquierda. Mientras atravesaba el monte oí, a lo lejos, cierta melodía extraña y, a la vez, familiar que llegó empujada por el viento y que, casi inmediatamente, enmudeció. Poco después llegué al lugar en donde, aquella tarde, creí percibir esa forma que me desvelaba. Busqué, entonces, alguna huella, algún rastro que me convenciera de la presencia que había vislumbrado. Pero no hallé nada. Seguí caminando hacia el norte y, nuevamente, escuché la melodía; no era la misma pero continuaba resultando familiar a mis oídos. Esta vez llegó en forma más clara y, a modo de desafío, me propuse encontrarla en algún cajón de la memoria mientras avanzaba. Me sonreí. Tal era el lugar fundamental que ocupaba la música en mi vida. Acaso mi vida entera orbitaba alrededor de su eje.
En esas estaba cuando, de pronto, a mis espaldas, el ruido de una rama quebrada me dijo que no estaba solo. Me di vuelta instintivamente y, frente a mí, detrás de unos arbustos, vi que estaba el tipo de los lentes de culo de botella. Simultáneamente llegaron a mi mente los nombres de las melodías que intentaba recordar.
-Catherine Howard y Jane Seymour, murmuré para mi mismo.
El tipo me miró inmóvil un par de segundos y, acto seguido, sin hablar, me hizo una seña para que lo siguiera. Caminamos en absoluto silencio a través del monte, hasta llegar a un claro en donde se levantaba una especie de pequeño establecimiento rural que, supuse, sería su casa. Se detuvo junto a la puerta y, con otra seña, me invitó a pasar. Yo, que hasta ese momento había permanecido a una razonable distancia del sujeto, dudé y me detuve extrañado. El hombre volvió a hacerme una seña, estaba vez indicándome que esperara, y entró a la casa. Apenas unos segundos después, desde el interior, emergieron con una claridad magnífica, los primeros acordes de "Stairway to heaven". El sonido era tan real que, inmediatamente, me sentí atraído. Di un paso... "There's a lady who's sure", sublime, otro paso... "all that glitter is gold", seguí avanzando... "and she's buying a stairway to heaven" y no pude más.
El tipo me miró inmóvil un par de segundos y, acto seguido, sin hablar, me hizo una seña para que lo siguiera. Caminamos en absoluto silencio a través del monte, hasta llegar a un claro en donde se levantaba una especie de pequeño establecimiento rural que, supuse, sería su casa. Se detuvo junto a la puerta y, con otra seña, me invitó a pasar. Yo, que hasta ese momento había permanecido a una razonable distancia del sujeto, dudé y me detuve extrañado. El hombre volvió a hacerme una seña, estaba vez indicándome que esperara, y entró a la casa. Apenas unos segundos después, desde el interior, emergieron con una claridad magnífica, los primeros acordes de "Stairway to heaven". El sonido era tan real que, inmediatamente, me sentí atraído. Di un paso... "There's a lady who's sure", sublime, otro paso... "all that glitter is gold", seguí avanzando... "and she's buying a stairway to heaven" y no pude más.
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