Atravesé el
umbral y, siempre guiado por la música, crucé una superficie que parecía un
comedor, luego un delgado pasillo que terminaba en una escalera de piedra por
la que descendí hasta esa sala
oscurísima en donde no podía distinguir absolutamente nada. Allí me detuve.
De pronto la
música cesó, se encendió un foco poderoso y lo que vi me dejó paralizado. Recuerdo que estuve estático durante un buen rato mientras mis ojos
recorrían desbocados las paredes de la sala. En ellas no existía el más mínimo
espacio que no estuviera ocupado por la música. Hipnóticamente miraba las
estanterías atiborradas de discos… El tipo me dejó hacer cuando fui capaz de
recuperar el movimiento. Comencé a acercarme despacio, a tocar con sutileza, casi
ceremonialmente: eran objetos sagrados, reliquias atemporales dignas de toda mi
devoción. Vi, emocionado, el “Bat out of hell” de Meatloaf, que tanto había
buscado, sin mucha suerte, a lo largo de mi vida, el sublime “Island”, de King
Crimson… ¡El Sábbath “de la bruja”, y el “Paranoid”, padres de todo el metal!
Vi el mítico “From the Mars Hotel”, de los Grateful Dead, últimos héroes de una
generación perdida, y colecciones completas de nombres legendarios: Uriah Heep,
Jhonny Winter, Mannfred Mann, Ted Nugent, Lynyrd Skynyrd, Zappa, Gabriel, Lou
Reed…, miles y miles de títulos y nombres que conocía bien, que habían sido, en
cierto modo, la banda sonora de mi vida, allí, a mi alcance, delante de mi rostro desencajado.
En los desbordados
estantes se mezclaban en estricto orden alfabético tanto clásicos como discos
difíciles de tragar, acaso solo para entendidos, y no faltaban discos de artistas
un poco más contemporáneos pero que, fortuitamente, eran casi todos de mi
aprecio. Sentí que coincidíamos profundamente en materia musical con el extraño sujeto que, aunque en una forma
por demás rara, ahora oficiaba de anfitrión. Creo que aquella felicitación que me
había regalado en la plaza era porque él también había sentido esa
coincidencia. De ahí el hecho de querer mostrarme su tesoro. Eso pensaba
mientras recorría su maravillosa colección.
Pero si creía
que mi capacidad de asombro había alcanzado su límite, un movimiento del hombre
me convenció que estaba equivocado. El sujeto estiró un brazo, oprimió un botón
y fue como si la sala entera se partiera en mil pedazos, el piso temblaba, mi
pecho se negaba a despedir el aire contenido: el viejo Gillan taladraba mis
sentidos con “Disturbing the priest”, del “Born Again” desde el monstruo sonoro
que, recién ahora, descubría horrorizado. Aquel equipo, aquel rinoceronte
híbrido sangraba cables y relampagueaba desde sus mil diodos fosforecentes,
aquel engendro de incontables cuerpos intercomunicados entre sí, agredía con
violencia desde sus parlantes terribles y su estructura plural. Frente a él,
siniestramente, una silla de metal pesado parecía aguardar a un condenado a
muerte. Pero esto último, claro, era solo una invención de mi sobreexcitada
fantasía.
...