A partir del “Día Del Descubrimiento”, como
nos gustaba llamar a la ocasión en que mi colega melómano me había permitido
conocer su invaluable tesoro, nació, entre ambos, una curiosa amistad. Y digo
curiosa porque nuestras maratónicas conversaciones giraban casi exclusivamente en torno a la música. Prescindíamos de los lugares comunes sobre los que suele edificarse un relacionamiento. Sin que ninguno lo propusiera, trazamos ciertos límites que no
transgredíamos, así que no fue mucho lo que pude saber sobre él y,
probablemente, menos aún lo que él supo
de mí. Existía la convicción que, gracias a la similitud de nuestros gustos
musicales y al amor desmedido que profesábamos por la música, el resto se daría por añadidura. No obstante, merced a detalles insignificantes que,
trabajosamente, conseguía hilar de entre las enmarañadas charlas, supe que el
tipo había sido un avanzado estudiante de medicina, heredero de una
considerable fortuna que le permitía vivir sin sobresaltos y, además, era viudo.
Mis visitas se volvieron
cada vez más habituales y extensas. Podíamos pasar horas enteras escuchando
música o hablando sobre ella. Cada disco desencadenaba multitud de historias, curiosidades o leyendas que, en algún momento, habían llegado a nuestro conocimiento. Disfrutábamos de datos técnicos tales como
fechas de publicación, estudios de grabación, ingenieros de sonido. Nos desafiábamos con los nombres de los integrantes de las diferentes bandas por ver, quién de los dos, recordaba con mayor precisión. Incluso nos referíamos a las giras de cada artista
posterior al lanzamiento del álbum; también, con cuidadosa parquedad, solíamos
recordar anécdotas que sucedieron, o que vivimos, en el momento en que
escuchábamos, por primera vez, algunas de esas grabaciones.
Una tarde de verano, no muy distinta a otras,
resolvimos dar un paseo por el monte. El sol declinaba mansamente hacia el lado del mar y nosotros, tomando mate y en silencio, caminábamos en dirección al arroyo. De pronto, casi al llegar a la orilla,
mi amigo se detuvo sin motivo aparente. Era un individuo tranquilo, reposado,
calmo, sus movimientos no estaban
exentos de cierta parsimonia que, muchas veces y sin que lo advirtiera, me había hecho sonreír. Acaso por eso
mismo me sorprendí cuando se detuvo tan abruptamente. Miraba fijamente hacia la
margen opuesta del arroyo en donde solo pude divisar unos cuantos jóvenes
campamentistas que bailaban al compás de cierta musiquita barata que emitía un
aparato más barato aún. Y más allá de esa inmovilidad repentina, me
atemorizaron sus ojos: bajo los lentes de culo de botella dos ranuras sin alma que destilaban algo parecido al
odio, al desprecio, como si del otro lado contemplara a un abominable enemigo
que era menester aniquilar. De pronto, su boca se contorsionó en un rictus de
maldad contenida y le oí murmurar: “¡Hay que matarlos a todos…!”, como si
mordiera cada palabra.
Esa frase, apenas entró en mis oídos, empezó a
golpear de manera agresiva en las aristas de mi mente, a esa altura de las
circunstancias confusa y conmocionada. El individuo parecía estar lejos, horriblemente
tensionado desde su fría parálisis, como una estaca de acero clavada en medio
del desierto. Entendí de inmediato que se trataba de un nuevo límite que no
pensaba traspasar, así que opté por irme sin decir nada. A cierta distancia
giré mi cabeza y la posición del tipo no había variado en absoluto, por lo que
deduje que ni se había enterado de mi alejamiento. Anochecía lentamente.
Al llegar al puente, presa de mil
interrogantes, sentí que un escalofrío
recorría mi espalda. Decidí desandar el camino. Sentí la imperiosa necesidad de
regresar al hogar de mi anfitrión. Lentamente volví a atravesar el monte en
dirección a la casa. Al llegar golpeé la puerta: una, dos, tres veces sin
respuesta, giré el picaporte: la puerta estaba abierta; dirigí mis pasos hacia
la sala de música, bajé silenciosamente los escalones de piedra y, al llegar a
la puerta, la hallé cerrada por primera vez desde que había conocido a mi
amigo. Intenté abrirla pero fue inútil, opté por darle un pequeño empujón con
el hombro: en vano. Obviamente, si el sujeto estaba adentro, no deseaba
recibirme, por lo que este límite era más claro que cualquiera de los intuidos
y no me quedaba más remedio que irme. Estaba angustiado y no encontraba una
buena razón para sentirme de ese modo. Sentía una especie de opresión en el
pecho cuando me di cuenta que respiraba con dificultad. Una oscura premonición
que, de haberlo intentado, seguramente no hubiera conseguido explicar. Entonces,
ese grito… , un grito desesperado, empapado en dolor, emergente de las entrañas
de un sufrimiento atroz e inhumano y que provenía de la sala de música.
Una oleada de indignación subió hasta mi
cerebro, el grito era el de una mujer, en una milésima de segundo (lo que tardé en reaccionar) sentí que se
deshacían en mil pedazos todos los
límites impuestos y reventé la cerradura de la puerta con una patada. La puerta se abrió lentamente,
chirriando, insoportablemente pesada. Con los ojos vendados y atada a la silla
de metal, una joven desnuda, con auriculares en sus oídos y sensores adheridos
en distintas zonas de su cabeza, se convulsionaba enloquecida, mientras su
garganta emitía sonidos indescriptibles y sangraba por todos los poros de su
piel.