LA CALLE DE LOS MENDIGOS
Mario Levrero
Extraigo un cigarrillo y lo llevo a los 
labios; acerco el encendedor y lo hago funcionar, pero no enciende. Me 
sorprende, porque hace pocos momentos marchaba perfectamente, la llama 
era buena, y nada indicaba que el combustible estuviera por agotarse; es
 más: recuerdo haberle puesto piedra nueva, y una nueva carga de disán, 
hace apenas unas horas.
Acciono, sin resultado, repetidas veces 
el mecanismo; compruebo que se produce la chispa; entonces, con un 
cuentagotas, vuelvo a llenar el tanque de disán.
Tampoco enciende, ahora.
En varios años nunca había fallado así. Me propuse buscar el desperfecto.
Con una moneda le quito nuevamente el 
tornillo que cierra el tanque; esto no parece contribuir a desarmarlo. 
Con la misma moneda, quito luego el tornillo correspondiente al conducto
 de la piedra; sale también un resorte, que está enganchado a la punta 
del tornillo. En el otro extremo, el resorte lleva una pieza de metal, 
parecida a la piedra (que también sale, junto con algunos filamentos, 
blancos y del largo del resorte, en los que nunca me había fijado). El 
encendedor sigue siendo una pieza entera; en nada he adelantado quitando
 estos tornillos.
Lo examiné con más cuidado, y vi un 
tercer tornillo: es el que oficia de eje para la palanca que hace girar 
la rueda y provoca la chispa. Lo quito, pero ya no pude usar la moneda; 
debí servirme de un pequeño destornillador.
Tengo una colección de destornilladores, 
en total son muchos, van de menor a mayor, de uno a otro conservan las 
proporciones. Utilicé el más pequeño, aunque pude haber obtenido igual 
resultado con el N° 2, o el N° 3.
Salen algunos elementos: la palanca, el 
tornillo mismo (que, del otro lado, tiene una tuerca, aunque el aspecto 
exterior de esta tuerca es igual al de un tornillo; la parte no visible 
es hueca), dos o tres resortes y la ruedita con muescas; ésta rueda 
alegremente sobre la mesa, cae al suelo, y ya no la encuentro.
El encendedor, sin embargo, me sigue 
pareciendo un todo; hay algo ofensivo en esa solidez, un desafío. Y 
permanece oculta la falla. Introduzco entonces el destornillador en 
distintos orificios; en primer término atraviesa el conducto de la 
piedra, y asoma la punta por la parte de arriba; en el receptáculo del 
combustible encuentro algodón, y no sigo explorando; luego investigo los
 orificios de la parte superior. Hay dos: uno de ellos es el extremo de 
otro conducto, cuya función desconozco; es un tubo acodado, el 
destornillador no puede seguir más allá. El otro es más ancho, recto; al
 final del mismo -a una distancia que, calculo, corresponde 
aproximadamente a la mitad del encendedor- la herramienta, girando, de 
pronto se detiene, atrapada por la cabeza de un tornillo, que resuelvo 
quitar; es corto y ancho; entonces, tiro con los dedos de una pequeña 
saliente, mientras con la mano izquierda sujeto la parte exterior del 
cuerpo del encendedor, y veo, complacido, que algo se desliza.
Queda en mi mano izquierda la delgada 
capa metálica; con un leve chasquido, en el momento en que termina de 
salir la parte interior, un pequeño conjunto metálico se expande (me 
sorprendo, porque el tamaño es aproximadamente cuatro veces mayor) y 
queda en mi mano derecha una réplica, tamaño gigante, que apenas 
conserva las proporciones, y algo del aspecto del encendedor, pero hay 
muchos huecos y vericuetos; imagino un mecanismo de resortes que, para 
volver a guardar este conjunto en su capa, debo comprimir (no imagino 
cómo, aunque intuyo que debe ser difícil); sólo un mecanismo de resortes
 puede explicar este sorprendente crecimiento.
Introduciendo el destornillador en varios
 orificios descubrí que hay tornillos insospechados; pero el número uno 
es ya demasiado pequeño para ellos, no hace una fuerza pareja y temo que
 se estropeen. Elijo otro; el ideal es el N° 4, aunque bien podría usar 
el N° 3 o el N° 5, quizás el N° 6, y aun el N° 7.
Quito algunos tornillos. Caen resortes, 
de un conducto salen una pieza metálica entera, aceitada (parece un 
émbolo), y un par de ruedas dentadas.
Descubro que el conjunto consta también 
de dos partes, una externa y otra interna; cuando no encuentro más 
tornillos, procedo a separarlas por el mismo procedimiento anterior. El 
fenómeno se repite con puntualidad, y obtengo una estructura 
aproximadamente cuatro veces más grande que la anterior (y dieciséis 
veces más grande que el encendedor), pero el peso es siempre más o menos
 el mismo; incluso diría que esta estructura es más liviana que el 
encendedor entero, lo cual, si a primera vista puede parecer extraño 
-especialmente cuando se sostiene en la palma de la mano-, es lógico; 
por ley, el contenido tiene que pesar menos que el encendedor completo, a
 pesar de que su tamaño, mediante el ingenioso mecanismo de resortes, 
pueda aumentar y, por ello, parecer más pesado.
Me decido a quitar el algodón; parece 
estar muy comprimido (lo que explica que el disán se conserve tantos 
días en el interior del tanque -muchos más que en otros encendedores). 
El tanque ha crecido proporcionalmente, y ahora el algodón está más 
flojo; el contenido, compruebo, equivale a muchos paquetes grandes; no 
me ha costado trabajo quitarlo, porque mi mano entra entera en el 
tanque.
A esta altura, pienso que me va a ser muy
 difícil volver a armar el encendedor; quizás ya no pueda volver a 
usarlo. Pero no me importa; la curiosidad por el mecanismo me impulsa a 
seguir trabajando; ya no me interesa averiguar la causa de la falla (y 
creo que ya no estoy en condiciones de darme cuenta de dónde está esa 
falla), sino llegar a tener una idea de la estructura de ciertos 
encendedores.
No uso, ahora, destornillador, para 
investigar los conductos; mi mano cabe cómodamente en la mayoría de 
ellos. Es curioso el intrincamiento de algunos, semejante a un 
laberinto; mi mano encuentra a veces varios huecos en un mismo conducto,
 explora uno -que no es más que el principio, o el final, de otro 
conducto, y que a su vez tiene varios huecos que corresponden a otros 
tantos conductos. Hay menos tornillos, y también, en apariencia, actúa 
una menor cantidad de resortes.
Siguiendo con la mano, y parte del brazo,
 uno de los conductos y algunos de sus derivados, llego a un lugar que 
parece estar próximo al centro de la estructura; allí mis dedos palpan 
unas bolitas metálicas. Tienen la particularidad de estar sueltas a 
medias, como la punta de un bolígrafo; puedo hacerlas girar empujándolas
 con el dedo.
Presiono con más fuerza sobre una de 
ellas, y se desprende de la lámina metálica que la sujeta; comienza a 
rodar por los conductos y cae fuera de la estructura. Observo que su 
tamaño es como el de una bolita de las que los niños usan para jugar. 
Caen muchas. Diez o doce, o más. Tomo una de ellas y me sorprende el 
peso; parece que fuera una pieza entera. Pero de ser así, no me explico 
cómo pudo caber dentro del primitivo tamaño de encendedor. Pienso que, 
probablemente, también se hayan expandido mediante un sistema de 
resortes; me sigue llamando la atención el peso.
De pronto me sentí atacado por el sueño. 
Miré el reloj y vi que eran las dos de la madrugada. Es fascinante cómo 
uno se olvida del paso del tiempo cuando está entretenido en algo que le
 interesa. Pensé que debía irme a la cama, pero no puedo abandonar el 
trabajo. Quiero llegar, me propongo, a descubrir la última estructura, o
 a que el encendedor se desarme en su totalidad, se descomponga en cada 
uno de sus elementos.
Ahora, después de un par de operaciones, 
mediante las cuales vuelvo a separar la estructura en dos (una capa, o 
cáscara y una estructura cuadruplicada), el encendedor ocupa más de la 
mitad de la pieza; esta última estructura ya no se parece en nada al 
encendedor, sus formas son menos rígidas, hay curvas; si tuviera espacio
 suficiente para mirarla desde cierta distancia, quizás pudiera afirmar 
que es casi esférica.
Solamente a través del encendedor puedo 
pasar de un extremo a otro de la habitación; lo hago con cierta 
comodidad, aunque debo arrastrarme. Se me ocurre que si lo separara 
nuevamente en dos partes, obtendría una estructura por la cual podría 
andar sobre mis piernas. Pero temo, es casi una certeza, que ya no quepa
 en la habitación.
Hasta ahora he utilizado solamente uno de
 los conductos, que la atraviesa de lado a lado en forma rectilínea; 
pero hay otros, y siento tentación de meterme por ellos. Me atemorizan 
los laberintos; tomo un cono de hilo, ato el extremo a la manija de un 
cajón de la cómoda, y me introduzco en un conducto, que pronto tuerce la
 dirección y me lleva a otros.
Son blandos, sin dejar de ser metálicos; 
más que blandos, diría «muelles»; todavía se presiente la acción de 
resortes. Me maldigo: no se me ocurrió traer una linterna o, al menos, 
una caja de fósforos. La oscuridad se hizo total. Llevé, trabajosamente,
 la mano al bolsillo del pantalón, y solté la carcajada. Un movimiento 
reflejo, buscaba el encendedor en el bolsillo sin recordar que me 
encuentro dentro de él.
«Debo regresar a buscar la linterna», 
pensé, y ya me disponía a remontar el hilo, para volver, cuando veo una 
débil luz ante mis ojos. «Una salida, o quizás el mismo orificio por el 
que entré» -pienso y sigo arrastrándome hacia adelante, hacia la luz; 
ésta se vuelve cada vez más fuerte.
Puedo apreciar entonces cómo es el lugar 
en que me encuentro; no es exactamente un túnel, en el sentido de 
conducto tubular cerrado; está compuesto por infinidad de pequeños 
elementos, aunque hay grandes columnas metálicas, algunas más anchas que
 mi cuerpo, que lo atraviesan; pero no puedo ver dónde comienzan ni 
dónde terminan.
Sigo avanzando y no logro llegar al 
exterior; la luz se va haciendo más intensa -quiero decir que ahora es 
un poco más fuerte que la de una vela-; no logro aún localizar su 
fuente.
Descubro que puedo incorporarme, y camino -aunque ligeramente encorvado.
Escucho gemidos.
«Es la calle de los mendigos» -pienso-, y doy vuelta la esquina y veo la fuente de luz -un farol-, y por encima las estrellas.
En efecto, hay mendigos suplicantes y con
 ulceraciones en brazos y piernas, la calle es empedrada, y empinada; 
los comercios están cerrados, las cortinas metálicas bajas.
«Debo buscar un bar que esté abierto» -pienso-. «Necesito cigarrillos, y fósforos»
Jorge Mario Varlotta Levrero, más conocido como Mario Levrero (Montevideo, 23 de enero de 1940 - ibídem, 30 de agosto de 2004), fue un escritor uruguayo,
 que además se desempeñó como fotógrafo, librero, guionista de cómics, 
columnista, humorista, y también creador de crucigramas y juegos de 
ingenio. En sus últimos años de vida dirigió un taller literario