sábado, 21 de abril de 2018

Los Cuenteros - II

CONTRABAJO SOLO
Héctor Galmés

   Si no hubiera estado recordando lo que la soprano me dijo el viernes pasado justo cuando el director me dio entrada en el finale del Himno a la Alegría, tal vez las cosas hubiesen sucedido de otro modo. Aquel recuerdo se habría confundido quizá con tantos otros que se pierden sin dejar huella. Pero lo cierto es que, cuando la batuta apuntó a los contrabajos, yo no estaba con la orquesta sino con María Celeste. Volví a verla en la penumbra de la salita, reclinada en el sofá, completamente desnuda, con la medallita de San Jorge naufragando entre sus pechos opulentos. Fue por eso que me equivoqué.
   Horrorizado, comprobé que las manos no me pertenecían y que el arco jugaba libremente sobre las cuerdas arrancándoles estridencias. Me olvidé por completo de la partitura. Consciente de lo inevitable del desastre, cerré los ojos. Sentí que el sudor se enfriaba sobre mis párpados y me bañaba el rostro. Cuando logré recuperar el dominio de los dedos, dejé caer el arco. Todo el teatro me estaría mirando.
 Confieso que me faltó coraje para simular un desmayo. Hubiera sido mi salvación precipitarme hacia adelante, abrazado al instrumento que habría reventado bajo el peso de mi cuerpo. Lamentablemente no se me ocurrió. Se me ocurre recién ahora.
   No creo que el maestro, por desalmado que sea, hubiese tenido el coraje de continuar con la ejecución de la Novena, mientras un supuesto cadáver yaciera sobre la caja hecha pedazos. ¿Y quién hubiese podido aplacar su ira? Luego de disculparse ante el público asombrado, se habría retirado apresuradamente para esperarme en los camarines y maldecirme (si cadáver), o aguardar a que volviera en mí (si hombre desmayado) para agarrarme por las solapas, sacudirme, y escupirme la cara por haberle arruinado el concierto.
   Desaproveché la oportunidad de vengar con una acción heroica a todos los contrabajistas del mundo, a los marginados de la orquesta, pues la crítica se interesaría por nuestra suerte y acaso algún cronista musical hubiese puesto el grito en el cielo al enterarse de lo ocurrido hacía ya un mes, cuando le presenté al director mi opus único, una sonata para contrabajo. Luego de soportar sus insolencias, tuve intención de concurrir a las redacciones de los diarios y exponer mis quejas. Pero los ruegos de María Celeste aplacaron mi furia. El director, sin tomarse el trabajo de echar un vistazo a mis cuadernos, me había dicho después de soltar una carcajada (solo ríe para herir):
   —Pero, querido, no joda con eso. Por buena que sea su composición nadie duda que es absolutamente ridículo ver a un fulano tocando un solo de contrabajo en medio del escenario. El armatoste solo sirve para acompañar, ¿o todavía no se lo dijeron'? ¿Por qué no prueba con la viola o el cello? No quiero que me interprete mal. No niego su solvencia, pero comprenda que usted ha elegido un instrumento gregario.
   Y debo reconocer que tenía razón, porque cuando dejé de tocar, mejor dicho, cuando el arco dejó de jugar caprichosamente sobre las cuerdas, no pasó nada. Los otros contrabajos, en vez de solidarizarse conmigo, siguieron con el finale, con tanto entusiasmo, que mi claudicación debió de pasar inadvertida. Entonces me indigné, y en lugar de hacer lo que tendría que haber hecho, es decir, ponerme a gritar como un energúmeno, mandar al diablo al director y a la orquesta, y, por qué no, al público siempre conformista que comparte el desprecio de los directores por los contrabajos, en lugar de fingirme loco (hubiera producido mayor efecto que fingirme desmayado), cuando el barítono hacía resonar sus vísceras con los versos de Schiller, agarré el instrumento por el mástil y abandoné ruidosamente el escenario haciendo sonar mis tacos sobre las tablas. Me imagino la sorpresa del público. Las miradas del director no necesito imaginarlas, pues se petrificaron contra mi nuca. El barítono siguió cantando como si nada hubiera ocurrido.
El portero de la entrada del personal dormía profundamente. Salí a la calle. Muchos de los que vienen al centro solamente los sábados por la noche, me miraban con extrañeza porque nunca habrán visto un contrabajo de cerca, y menos aún llevado de arrastre por la vereda.
   Bajé a la rambla. El cielo estaba oscuro. Más oscuro que el mar. De vez en cuando me detenía a escuchar el ruido de las olas al romper contra el murallón . Pero no podía detenerme mucho tiempo porque volvía a ver a María Celeste sobre el sillón, jugando con la medallita. Aparecía allí, sobre el ojo vaciado del sur, fluyendo y refluyendo como las olas, repitiendo lo que me dijo el viernes, una sola vez, harta de mi presencia: “Los contrabajos me dan lástima”.
   Anduve hasta la playa: bajé a la arena, y allí, sobre la orilla húmeda, casi en el límite de la espuma, me vinieron ganas de ponerme a tocar, en primera audición, mi opus único. Dos enamorados se besaban cerca de mí. Me di cuenta de que mi obra les había llegado porque dejaron de besarse y se aproximaron. La muchacha sollozaba de emoción, y yo me sentía feliz, ejecutando el adagio para los desconocidos.
   Y ahora, mientras navego hacia el sur sin orillas, abrazado de la caja que durará más que yo sobre las aguas, lamento no haber asumido una actitud verdaderamente heroica. Enfrentarme al público, por ejemplo, para gritarle la verdad, en vez de retirarme sin decir palabra. Mañana, el director se sentirá aliviado al enterarse de mi desaparición, María Celeste le dirá a su nuevo amante (sospecho que es otro marginado: el gordo de los timbales) que estaba segura de que yo terminaría así, y luego me olvidará para siempre... Solo los enamorados de la playa me recordarán con un poco más de cariño. Gracias a Dios.


Héctor Galmés (Montevideo, 21 de diciembre de 1933 - Montevideo, 12 de enero de 1986) fue un escritor, profesor y traductor uruguayo. Fue profesor de literatura en liceos de Dolores, Soriano, y de Montevideo. Dio clases de literatura española e hispanoamericana en el Instituto de Profesores Artigas desde la segunda mitad de los años 1970 hasta 1985. Su primera novela, Necrocosmos, fue publicada en 1971. En 1977 publicó Las calandrias griegas y en 1985 Final en borrador, novelas que junto con la primera conforman una trilogía cuya temas centrales son la imaginación y el declive de las fuerzas creadoras. Como crítico y ensayista publicó, en la primera mitad de los años 1970, sus trabajos en la revista Maldoror, cuyo consejo de redacción integraba. En 1981 reunió sus cuentos en La noche del día menos pensado, en la misma tónica que sus novelas, más la inclusión de elementos fantásticos en algunos de ellos. Hasta entonces, solo había publicado cuentos en algunas antologías colectivas. En forma póstuma, Ediciones de la Banda Oriental (EBO), editorial en la que aparecieron todos sus libros y traducciones, publicó en 2006 su novela La siesta del burro junto a su cuento Sosías. Estos textos fueron reconstruidos por Heber Raviolo sobre la base de los papeles que Galmés dejara a su muerte en 1986. En 2011 se editó su obra de ficción completa, más un par de cuentos inéditos, en un volumen titulado Narraciones completas (EBO), con prólogo de Elvio Gandolfo.