LA BOLSA DE BASURA
Leo Masliah
Rodríguez iba saliendo de su casa para ir a
trabajar, pero volvió para buscar una bolsa plástica llena de basura, que tenía
preparada desde la víspera para una ocasión así, es decir, una ocasión en la
que él, camino hacia alguna parte, tuviera que pasar por donde estaba el tacho
de basura que se alimentaba de las bolsas de basura producida y envasada en
cada uno de los departamentos del edificio.
El plan era sencillo y Rodríguez se iba
acercando al tacho de basura sin pensar demasiado en nada relacionado con eso,
pensando sí más bien en otras cosas relacionadas con otras cosas. Pero cuando
se encontraba a menos de siete metros del tacho, Rodríguez detectó la
proximidad de un agente perturbador, un elemento desestabilizador de la posible
calma que acompañaba el automático, necesario, lógico, humano, social,
comprensible, perfectamente justificado, habitual, cívico acto de tirar la
basura. Era un individuo que, arrodillado junto al tacho, extraía de allí
restos de alimentos, los cuales clasificaba y separaba en distintas bolsas que
traía consigo, según el contenido proteínico, el tenor graso o el nivel de
adición vitamínica que tuvieran; pero el individuo no daba la impresión de
ayudarse, en la detección de las gradaciones específicas alcanzadas por cada
uno de estos parámetros, con ningún tipo de instrumental técnico, excepción
hecha de una protuberancia que él llevaba incorporada al rostro y que le servía
para medir con precisión asombrosa el índice de putrefacción operante en cada
residuo alimentario, ya que entre dos mitades de cáscara de naranja
aparentemente iguales, el individuo descartaba una y se quedaba con la otra, y
no era, como se dice vulgarmente, porque estuviere en condiciones de tirar
manteca al techo. En efecto, su nivel de ingresos no parecía ser muy alto, a
juzgar por unas pequeñas roturas visibles en un costado de su toga de
arpillera.
Rodríguez empezó a vacilar. Luego siguió haciéndolo.
No sabía si ignorar al individuo y depositar la bolsa en el interior del tacho, o ignorar al individuo para dejar la bolsa a unos metros de él, o tomar otras actitudes cuya descripción se verá momentáneamente demorada por el análisis de aquellas otras ya mencionadas.
La primera de éstas, es decir, de aquéllas, a saber, ignorar al individuo y tirar la bolsa en el tacho, era casi imposible de llevar a la práctica, porque la posición de la cabeza y las manos del perturbacionista era tal que obligaba a Rodríguez, en caso de decidirse a tirar la bolsa en el tacho, a decir “con permiso”. Esta opción implicaba no ignorar al individuo y considerar el acto de depositar la bolsa como una entrega, era como decirle “tomá”, y eso requería reconocer previamente en el objeto alguna cualidad capaz de valorizarlo como obsequio.
Rodríguez empezó a vacilar. Luego siguió haciéndolo.
No sabía si ignorar al individuo y depositar la bolsa en el interior del tacho, o ignorar al individuo para dejar la bolsa a unos metros de él, o tomar otras actitudes cuya descripción se verá momentáneamente demorada por el análisis de aquellas otras ya mencionadas.
La primera de éstas, es decir, de aquéllas, a saber, ignorar al individuo y tirar la bolsa en el tacho, era casi imposible de llevar a la práctica, porque la posición de la cabeza y las manos del perturbacionista era tal que obligaba a Rodríguez, en caso de decidirse a tirar la bolsa en el tacho, a decir “con permiso”. Esta opción implicaba no ignorar al individuo y considerar el acto de depositar la bolsa como una entrega, era como decirle “tomá”, y eso requería reconocer previamente en el objeto alguna cualidad capaz de valorizarlo como obsequio.
Dejar la bolsa a una distancia prudencial del
tacho implicaba también, quisiéralo o no Rodríguez, reconocer el origen humano
de la perturbación, y localizarlo en la persona del espécimen que revisaba la
basura, ya que, de haberse tratado de un perro o una rata, Rodríguez no habría
tenido inconvenientes en tirar la bolsa en el tacho dejando por cuenta del
animal la tarea de defenderse del impacto, y siendo en este caso dicho impacto
únicamente de tipo físico, y no también emocional, social o como quisiera
llamarse a las connotaciones extrafísicas que puede haber en la actitud de
regalarle a alguien una bolsa con basura. La única forma de dejar la bolsa a
pocos metros del tacho y al mismo tiempo ignorar efectivamente la presencia del
foco problematizador era concretar una súbita mudanza al edificio de al lado,
cuyo tacho de basura estaba en ese momento libre de incursiones extractivas
(aunque no por mucho tiempo, ya que en cuatro o cinco tachos más adelante y con
próximo asiento en los tachos sucesivamente más cercanos había otro qué sé yo).
Esa mudanza súbita sólo podía producirse si llegaban a confluir allí en ese
momento una serie de factores, como el que Rodríguez no fuera miope y pudiera
ver en la pizarra del quiosco de enfrente si su número de lotería había salido
favorecido. Dándose una solución afirmativa a esto, Rodríguez, en la euforia
del triunfo, habría podido cruzar a cobrar portando un tácito perdón por la
distracción consistente en no desprenderse todavía de la bolsa de basura. Al
volver a su vereda, con el dinero en una mano y la bolsa en la otra, debía
pasar el propietario de alguno de los apartamentos vacíos del edificio vecino
al suyo, y Rodríguez podría entonces decirle “tome este dinero, le compro el
apartamento; supongo que ahora puedo hacer uso del tacho de basura
correspondiente a ese edificio”. Pero la miopía de Rodríguez invalidaba todo
esto aun cuando su número de lotería hubiese resultado premiado y el dueño del
apartamento vecino vacío estuviese llegando desde la otra cuadra.
No era posible entonces ignorar la presencia del individuo, había que tenerla en cuenta. Desde este punto de vista, dejar la bolsa en el tacho era una descortesía, estando como estaba Rodríguez en conocimiento de que el otro iba a tomarla y revisarla de todas maneras. Pero dársela en las manos no dejaba de constituir para él una ofensa, atendiendo al contenido repugnante de la bolsa. En cuanto a si para el otro ese acto podía resultar ofensivo o no, era algo difícil de prever. Más allá de sus intenciones de apropiarse la bolsa, el individuo podía contar con una dosis de orgullo que superara con creces en intensidad a la que se necesitaba para realizar el esfuerzo de levantar una bolsa no muy pesada que alguien le deja a uno al lado, o el de desatar un nudo mas o menos provisorio que alguien hizo en la boca de una bolsa de nailon. Otra posibilidad era dejarla en el tacho, pero abierta, dando a entender que no se ignoraban las intenciones del sujeto en cuanto a revisar la bolsa. Pero todos estos pensamientos pasaron con mucha rapidez por la mente de Rodríguez. Vencido por la ambigüedad contenida en el acto de darle a alguien algo que es una porquería, siendo que este alguien tiene de todas formas mucho interés en recibirla, Rodríguez empezó a pensar en otro tipo de salidas.
Pensó, por ejemplo, en darle al individuo, no la bolsa de basura, sino una limosna. Sin embargo el análisis de esta posibilidad le reveló que esto no habría de librarlo del dilema de qué hacer con la bolsa. Sea cual fuere la magnitud de la limosna, era evidente que nunca bastaría para consolidar en el otro una posición económica suficientemente holgada como para abandonar el hábito de hurgar en los tachos de basura. Entonces el individuo aceptaría quizá la limosna, pero metería inmediatamente después las manos en la bolsa. En cuanto a decirle “tome, le doy esto con la condición de que no revise la bolsa”, no parecía esto contener mayor cantidad de urbanidad que dejar la bolsa ahí nomás y retirarse del lugar sin decir ni siquiera “bolsa va”.
No era posible entonces ignorar la presencia del individuo, había que tenerla en cuenta. Desde este punto de vista, dejar la bolsa en el tacho era una descortesía, estando como estaba Rodríguez en conocimiento de que el otro iba a tomarla y revisarla de todas maneras. Pero dársela en las manos no dejaba de constituir para él una ofensa, atendiendo al contenido repugnante de la bolsa. En cuanto a si para el otro ese acto podía resultar ofensivo o no, era algo difícil de prever. Más allá de sus intenciones de apropiarse la bolsa, el individuo podía contar con una dosis de orgullo que superara con creces en intensidad a la que se necesitaba para realizar el esfuerzo de levantar una bolsa no muy pesada que alguien le deja a uno al lado, o el de desatar un nudo mas o menos provisorio que alguien hizo en la boca de una bolsa de nailon. Otra posibilidad era dejarla en el tacho, pero abierta, dando a entender que no se ignoraban las intenciones del sujeto en cuanto a revisar la bolsa. Pero todos estos pensamientos pasaron con mucha rapidez por la mente de Rodríguez. Vencido por la ambigüedad contenida en el acto de darle a alguien algo que es una porquería, siendo que este alguien tiene de todas formas mucho interés en recibirla, Rodríguez empezó a pensar en otro tipo de salidas.
Pensó, por ejemplo, en darle al individuo, no la bolsa de basura, sino una limosna. Sin embargo el análisis de esta posibilidad le reveló que esto no habría de librarlo del dilema de qué hacer con la bolsa. Sea cual fuere la magnitud de la limosna, era evidente que nunca bastaría para consolidar en el otro una posición económica suficientemente holgada como para abandonar el hábito de hurgar en los tachos de basura. Entonces el individuo aceptaría quizá la limosna, pero metería inmediatamente después las manos en la bolsa. En cuanto a decirle “tome, le doy esto con la condición de que no revise la bolsa”, no parecía esto contener mayor cantidad de urbanidad que dejar la bolsa ahí nomás y retirarse del lugar sin decir ni siquiera “bolsa va”.
Rodríguez empezó a retroceder. Mientras lo
hacía siguió examinando otras posibles maneras de deshacerse de la bolsa sin
entrar en actitudes que hirieran sus principios. Consideró el no dejar la bolsa
en el tacho, sino sólo su contenido, vaciándolo en las manos del individuo.
También consideró el dejar la bolsa cerrada y decirle “mire, le dejo esto, y sé
que lo va a abrir; no me gusta la idea pero sé que es lo único que usté puede
hacer para vivir; yo quisiera ayudarlo, pero no puedo por razones salariales,
etc.”. Luego pensó en vaciar la bolsa en el tacho del edificio vecino, pero
volver luego y tirar la bolsa vacía en el otro tacho, mostrando su necesidad de
evitar entregarle basura al otro, pero mostrando al mismo tiempo también que no
era su intención hacerle un desaire ni fingir que no lo había visto ni que lo
había visto pero que no quería roces con él.
Ninguna de estas opciones satisfizo a
Rodríguez. Siguió retrocediendo hasta entrar de nuevo en el edificio. Subió las
escaleras también retrocediendo, y sacando la llave de su apartamento
consiguió, luego de unos minutos de esfuerzo, abrir la cerradura permaneciendo
él de espaldas a la puerta. Así entró al apartamento, y siguió retrocediendo
hasta que se topó con la ventana, que estaba abierta. Supo detenerse en ese
momento, y permaneció allí quieto como un muñeco a cuerda detenido en su marcha
por algún obstáculo, siempre de espaldas a la ventana, con la bolsa de basura
en la mano. Y así pasó un rato, hasta que de pronto Rodríguez oyó que desde
abajo el tipo le gritaba “che, loco, aunque sea tirámela por la ventana”.
LEO MASLIAH nació el 26 de
julio de 1954 en Montevideo. Estudió piano con Bertha Chadicov y Wilser Rossi,
armonía con Nydia Pereyra Lisaso, órgano con Manuel Salsamendi, y composición
con Coriún Aharonián y Graciela Paraskevaídis. Se presentó por primera vez en público en 1974
como solista de órgano interpretando un concierto de Haendel. A
partir de 1978 desarrolla una intensa actividad como autor e intérprete de
música popular, habiéndose presentado en muchos países de América y Europa.
En 1998 recibió el Premio
Morosoli en reconocimiento a su trayectoria en la música popular, y en 2012
el premio anual de música del Ministerio de Educación y
Cultura de Uruguay en la categoría jazz/fusión/latina por su obra Algo ritmo.
Como compositor e intérprete
de música del género llamado «culto», participó en conciertos y grabaciones de
música contemporánea uruguaya, argentina y de otros países. También editó, como
solista, cerca de 40 trabajos discográficos. Uno de ellos, Árboles, ganó
en el 2008 en Argentina el Premio Gardel al "mejor álbum
instrumental". Leo Maslíah publicó también cerca de 40 libros, entre los
que se cuentan novelas, recopilaciones de cuentos y obras de teatro.
Varias de sus obras de teatro
fueron estrenadas en Montevideo y/o Buenos Aires con puesta en escena del autor
u otros directores.