domingo, 1 de marzo de 2009

Adolesciente

tenía
aquellos tiempos
un desconocimiento con presagios
un pentagrama en blanco
la sensación posible de adaptarme
tenía
coletazos
de un animal de instinto moribundo
y un mundo amaneciendo con razones
tenía que ir a verte
en el momento exacto en que no estabas
para poder entrar y sorprenderte
para golpear tu puerta equivocada
allí donde dudabas
que alguien
algún día
golpearía

eran los tiempos arduos de la magia
cuando la piel del niño
se droga con el aire de un naranjo
y un nombre viaja a bordo del otoño
eran las noches llenas de ceguera
con una llave inútil
inerme ante infinitas cerraduras

tenía
en ese entonces
vacías de sorpresas las pupilas
y un poder agobiante
que ignoraba y sabía

tenía
la vanidad menguada
de un dios que se cuestiona los milagros
la cara de quien sabe que no sabe
y tanto que aprender de tanto asunto
para aprender el modo de olvidarlos

después las cosas fueron de otra forma
y todo se redujo a un pasadizo
del que debí escapar
o resignarme

tenía
por entonces
un hábito de duda ante la oferta
cierto placer morboso
de romperte los vidrios a pedradas
la risa destilada desde adentro
costumbre de saltar los alambrados
y la íntima promesa de buscarme
que renunció hasta hoy de algún descanso
que se negó al antídoto del miedo
que neutraliza el mal
del que adolezco