lunes, 7 de mayo de 2018

El Musicomaníaco de "El Pinar" - IV


   Atravesé el umbral y, siempre guiado por la música, crucé una superficie que parecía un comedor, luego un delgado pasillo que terminaba en una escalera de piedra por la que descendí  hasta esa sala oscurísima en donde no podía distinguir absolutamente nada. Allí me detuve.
   De pronto la música cesó, se encendió un foco poderoso y lo que vi me dejó paralizado. Recuerdo que estuve estático durante un buen rato mientras mis ojos recorrían desbocados las paredes de la sala. En ellas no existía el más mínimo espacio que no estuviera ocupado por la música. Hipnóticamente miraba las estanterías atiborradas de discos… El tipo me dejó hacer cuando fui capaz de recuperar el movimiento. Comencé a acercarme despacio, a tocar con sutileza, casi ceremonialmente: eran objetos sagrados, reliquias atemporales dignas de toda mi devoción. Vi, emocionado, el “Bat out of hell” de Meatloaf, que tanto había buscado, sin mucha suerte, a lo largo de mi vida, el sublime “Island”, de King Crimson… ¡El Sábbath “de la bruja”, y el “Paranoid”, padres de todo el metal! Vi el mítico “From the Mars Hotel”, de los Grateful Dead, últimos héroes de una generación perdida, y colecciones completas de nombres legendarios: Uriah Heep, Jhonny Winter, Mannfred Mann, Ted Nugent, Lynyrd Skynyrd, Zappa, Gabriel, Lou Reed…, miles y miles de títulos y nombres que conocía bien, que habían sido, en cierto modo, la banda sonora de mi vida, allí, a mi alcance, delante de mi rostro desencajado.
   En los desbordados estantes se mezclaban en estricto orden alfabético tanto clásicos como discos difíciles de tragar, acaso solo para entendidos, y no faltaban discos de artistas un poco más contemporáneos pero que, fortuitamente, eran casi todos de mi aprecio. Sentí que coincidíamos profundamente en materia musical  con el extraño sujeto que, aunque en una forma por demás rara, ahora oficiaba de anfitrión. Creo que aquella felicitación que me había regalado en la plaza era porque él también había sentido esa coincidencia. De ahí el hecho de querer mostrarme su tesoro. Eso pensaba mientras recorría su maravillosa colección.
   Pero si creía que mi capacidad de asombro había alcanzado su límite, un movimiento del hombre me convenció que estaba equivocado. El sujeto estiró un brazo, oprimió un botón y fue como si la sala entera se partiera en mil pedazos, el piso temblaba, mi pecho se negaba a despedir el aire contenido: el viejo Gillan taladraba mis sentidos con “Disturbing the priest”, del “Born Again” desde el monstruo sonoro que, recién ahora, descubría horrorizado. Aquel equipo, aquel rinoceronte híbrido sangraba cables y relampagueaba desde sus mil diodos fosforecentes, aquel engendro de incontables cuerpos intercomunicados entre sí, agredía con violencia desde sus parlantes terribles y su estructura plural. Frente a él, siniestramente, una silla de metal pesado parecía aguardar a un condenado a muerte. Pero esto último, claro, era solo una invención de mi sobreexcitada fantasía.

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