martes, 30 de octubre de 2018

El Musicomaníaco de "El Pinar" - V


    A partir del “Día Del Descubrimiento”, como nos gustaba llamar a la ocasión en que mi colega melómano me había permitido conocer su invaluable tesoro, nació, entre ambos, una curiosa amistad. Y digo curiosa porque nuestras maratónicas conversaciones giraban casi exclusivamente en torno a la música. Prescindíamos de los lugares comunes sobre los que suele edificarse un relacionamiento. Sin que ninguno lo propusiera, trazamos ciertos límites que no transgredíamos, así que no fue mucho lo que pude saber sobre él y, probablemente, menos aún  lo que él supo de mí. Existía la convicción que, gracias a la similitud de nuestros gustos musicales y al amor desmedido que profesábamos por la música, el resto se daría por añadidura. No obstante, merced a detalles insignificantes que, trabajosamente, conseguía hilar de entre las enmarañadas charlas, supe que el tipo había sido un avanzado estudiante de medicina, heredero de una considerable fortuna que le permitía vivir sin sobresaltos y, además, era viudo.
   Mis visitas se volvieron cada vez más habituales y extensas. Podíamos pasar horas enteras escuchando música o hablando sobre ella. Cada disco desencadenaba multitud de historias, curiosidades o leyendas que, en algún momento, habían llegado a nuestro conocimiento. Disfrutábamos de datos técnicos tales como fechas de publicación, estudios de grabación, ingenieros de sonido. Nos desafiábamos con los nombres de los integrantes de las diferentes bandas por ver, quién de los dos, recordaba con mayor precisión. Incluso nos referíamos a las giras de cada artista posterior al lanzamiento del álbum; también, con cuidadosa parquedad, solíamos recordar anécdotas que sucedieron, o que vivimos, en el momento en que escuchábamos, por primera vez, algunas de esas grabaciones.
   Una tarde de verano, no muy distinta a otras, resolvimos dar un paseo por el monte. El sol declinaba mansamente hacia el lado del mar y nosotros, tomando mate y en silencio, caminábamos en dirección al arroyo. De pronto, casi al llegar a la orilla, mi amigo se detuvo sin motivo aparente. Era un individuo tranquilo, reposado, calmo,  sus movimientos no estaban exentos de cierta parsimonia que, muchas veces y sin que lo advirtiera, me había hecho sonreír. Acaso por eso mismo me sorprendí cuando se detuvo tan abruptamente. Miraba fijamente hacia la margen opuesta del arroyo en donde solo pude divisar unos cuantos jóvenes campamentistas que bailaban al compás de cierta musiquita barata que emitía un aparato más barato aún. Y más allá de esa inmovilidad repentina, me atemorizaron sus ojos: bajo los lentes de culo de botella dos ranuras sin alma que destilaban algo parecido al odio, al desprecio, como si del otro lado contemplara a un abominable enemigo que era menester aniquilar. De pronto, su boca se contorsionó en un rictus de maldad contenida y le oí murmurar: “¡Hay que matarlos a todos…!”, como si mordiera cada palabra.
   Esa frase, apenas entró en mis oídos, empezó a golpear de manera agresiva en las aristas de mi mente, a esa altura de las circunstancias confusa y conmocionada. El individuo parecía estar lejos, horriblemente tensionado desde su fría parálisis, como una estaca de acero clavada en medio del desierto. Entendí de inmediato que se trataba de un nuevo límite que no pensaba traspasar, así que opté por irme sin decir nada. A cierta distancia giré mi cabeza y la posición del tipo no había variado en absoluto, por lo que deduje que ni se había enterado de mi alejamiento. Anochecía lentamente.
   Al llegar al puente, presa de mil interrogantes,  sentí que un escalofrío recorría mi espalda. Decidí desandar el camino. Sentí la imperiosa necesidad de regresar al hogar de mi anfitrión. Lentamente volví a atravesar el monte en dirección a la casa. Al llegar golpeé la puerta: una, dos, tres veces sin respuesta, giré el picaporte: la puerta estaba abierta; dirigí mis pasos hacia la sala de música, bajé silenciosamente los escalones de piedra y, al llegar a la puerta, la hallé cerrada por primera vez desde que había conocido a mi amigo. Intenté abrirla pero fue inútil, opté por darle un pequeño empujón con el hombro: en vano. Obviamente, si el sujeto estaba adentro, no deseaba recibirme, por lo que este límite era más claro que cualquiera de los intuidos y no me quedaba más remedio que irme. Estaba angustiado y no encontraba una buena razón para sentirme de ese modo. Sentía una especie de opresión en el pecho cuando me di cuenta que respiraba con dificultad. Una oscura premonición que, de haberlo intentado, seguramente no hubiera conseguido explicar. Entonces, ese grito… , un grito desesperado, empapado en dolor, emergente de las entrañas de un sufrimiento atroz e inhumano y que provenía de la sala de música.
   Una oleada de indignación subió hasta mi cerebro, el grito era el de una mujer, en una milésima de segundo (lo que tardé en reaccionar) sentí que se deshacían  en mil pedazos todos los límites impuestos y reventé la cerradura de la puerta con  una patada. La puerta se abrió lentamente, chirriando, insoportablemente pesada. Con los ojos vendados y atada a la silla de metal, una joven desnuda, con auriculares en sus oídos y sensores adheridos en distintas zonas de su cabeza, se convulsionaba enloquecida, mientras su garganta emitía sonidos indescriptibles y sangraba por todos los poros de su piel.