¡QUÉ LÁSTIMA!
Paco Espínola
Paró la oreja Sosa
al oír exclamar al desconocido:
-¡Qué lástima, qué
lástima, que la gente sea tan pobre!
Sosa ni caso había
hecho cuando, media hora antes, vio recortarse en la puerta del despacho de
bebidas al escuálido forastero. Siguió absorto en una sensación penosa que lo
embargaba frecuentemente. Pero al rato, cuando separado ya el pulpero oyó al
otro cerrar la conversación con “¡Qué lástima que la gente sea tan pobre!”, la
sensación, de golpe, cambió de efecto. Y comenzó a reconfortarlo algo así como
un desahogo.
Con que extraña
dulzura había sido pronunciada la frase! Sin rabia, sin rencor... A nadie
culpaba. Como si de las desgracias del mundo los hombres no fueran
responsables.
-¡Eso está bien!-
se dijo para sus adentros Sosa.
Y le pareció que
rozaba todo su cuerpo desmirriado, como acariciándose a si mismo, contra un
muro sin fin de largo y de color gris pizarra.
Con interés
afectuoso observó. El desconocido era casi tan alto como él; y él era largo, de
veras. Y, como él, flaco. Lampiño, y él tenía bigote. De botas raídas, y él con
alpargatas. Los pantalones, a lo mejor, eran a media canilla, como los suyos.
Pero con las botas, los extremos no se veían.
-A ver caballero,
¿qué se va a servir?
El otro se tornó
hacia Sosa y miró en derredor. El invitado era él porque no había más nadie.
-Otra caña-
respondió reposando en Sosa una mirada tiernísima.
El patrón, negro,
ya viejo, de encasquetado sombrero muy copudo, sirvió sin decir palabra, llenó
asimismo su gran “vaso particular” y tornó con él al rincón donde, entre el
mostrador y la desmantelada estantería, sobre una pequeña mesa, escribía entre
borrones la carta que cierta muchacha de las mancebías le encargó para el amor
que estaba preso. Además de sombrero tenía lentes, el negro. Unos lentes de
níquel, comprados de ocasión cuando el vendedor le dijo a boca de jarro: “Usted
lo que precisa es lentes”.
Si no se lo hubiera
dicho así, de golpe... El negro, desde su candidez tocada, aunque cabeceando un
poco, sintió que no podía hacer otra cosa que sacar el dinero...
-¿Es forastero el
señor?
- Es verdá. Vengo
de Santa Escilda. Y medio ando por encontrar conchabo en la curtiembre de los
Bastos.
-Buena gente, sin
despreciar... ¡Salú!
Y alzó el vaso
amarillo.
Entro un perrito a
la taberna. Y tras él una mujer muy llamativamente acicalada que, mientras
adquiría, buscó inútilmente con los ojos la mirada de los que estaban allí.
-¡Este hombre es
muy gente!- pensaba Sosa.
Y comprendió que
estimaba al desconocido con un cariño sin tiempo.
Cuando la joven se
retiró sin haber conseguido ni por un momento atraer la atención de los amigos,
Sosa se había alejado un poco de sus pensamientos, pues le andaban en la mente
un carrito de pértigo y una yegua tordilla sobre la cual se vio al momento
salir del monte con una carga muy grande. Con ahínco trató de echar las imágenes
por lo menos dentro del monte, otra vez. Pero infructuosamente. Tuvo que
volver, pues, con ellos, al hombre que tenía al frente. Y dijo, al principio
sin saber a dónde iría a parar; después, desde una grave firmeza.
-Yo tengo un carro
y una yegua, caballero... Me la rebusco monteando y vendiendo leña en el centro.
Yo, el carro y la yegua estamos a la
disposición.
-Se agradece en lo
que vale. ¡Salú!
Se alzaron los
vasos inseguros.
Sobre el mostrador
pendía la lámpara. Las sombras de los amigos se acortaban. Ellos callaban.
Bebían caña. Sosa sentía algo imposible de expresar, pero que era como el
desarrollo de aquél “¡Qué lástima, qué lástima que la gente sea tan pobre!”,
que le había hecho parar la oreja. O, tal vez, era un “¡Qué lástima!” sólo, que
crecía y embargaba todas las cosas del mundo, y con ellas subía más allá de las
nubes y las mostraba así, desoladas, míseras, a alguien capaz, si mirara, de
acomodarlas mejor.
Con el índice
mesaba los pelos del bigote contra ambos lados del labio.
Se oyó el pitar de
un silbato. Otros, lejos, sonaron también. De la calle llegaron voces. Y una
voz de mujer, clara y metálica. Más atrás, del fondo de la noche, ladridos. Y
el jadeo de una locomotora.
El patrón, en un instante, al beber gran trago de caña, los miró fijo. Pero sin verlos, abstraído, inclinado a un costado el sombrerazo para rascarse las motas ya grises. Era que, escribiendo cada vez con más empeño lo que la muchacha le recomendara, se inquietó de súbito. Desde el principio de la escritura el corazón del negro se había ido conmoviendo secretamente. El nunca hizo cartas. No tenía a quien. Y esto que anotaba a pedido venía tan bien con lo que podía confiar a un amigo lejano, si lo tuviera, que, repitiendo un sorbo de caña, ponía sobre el papel, despacio, tembloroso, como algo íntimo: “Las cosas marchan muy mal. Viene muy poca gente. Ya los tiempos de antes no volverán nunca más...”
El patrón, en un instante, al beber gran trago de caña, los miró fijo. Pero sin verlos, abstraído, inclinado a un costado el sombrerazo para rascarse las motas ya grises. Era que, escribiendo cada vez con más empeño lo que la muchacha le recomendara, se inquietó de súbito. Desde el principio de la escritura el corazón del negro se había ido conmoviendo secretamente. El nunca hizo cartas. No tenía a quien. Y esto que anotaba a pedido venía tan bien con lo que podía confiar a un amigo lejano, si lo tuviera, que, repitiendo un sorbo de caña, ponía sobre el papel, despacio, tembloroso, como algo íntimo: “Las cosas marchan muy mal. Viene muy poca gente. Ya los tiempos de antes no volverán nunca más...”
El negro vaciló,
parpadeando. Se alejaba de las palabras de la muchacha.
Pero continuó por
su cuenta, atraído como por una voz que lo llamaba desde el fondo de su ser: “Y
cuando no hay nada al lado, cuando no hay nadie, nadie al lado, entonces se
piensa en cuando la niñez. ¡Tan linda que era!”
Algún recuerdo muy
hundido fue tocado por esta frase, pero la conciencia manoteó de nuevo, por
suerte, la imagen de la muchacha, y, con ello, las verdaderas palabras a
revelar en la carta hicieron presente su expectación. Lo que debía seguir era:
“Voy a comprarme una pollera azul y un saquito blanco...”.
Esto, pues, lo
volvió por entero a la realidad. Allí fue dónde el negro quedó en desazón.
Inclinó a un costado el sombrero. Sin verlos, miró a los dos largos
parroquianos. Dejó la pluma. Se quitó los lentes.
Llevó a los labios
su gran “vaso particular”. La vista le oscilaba.
-Otra vuelta, haga
el bien.
Estaban bastante
cargados. El tabernero sirvió y tornó a su pequeña mesa.
Y por no recordar
el acongojante giro que había tomado la misiva, comenzó a turbarse con cosas
menos embargadoras. Las manazas sobre el manchado pliego de papel, ante el
temor reciente y bienhechor a un pedido de fiado o a una fuga intempestiva o a
un seco “Aquí no pagamos nada y se acabó”, él se puso en guardia.
-Yo en seguida me
di cuenta, Juan Pedro, que usté era una persona gente confiaba con ternura Sosa
al que acababa de revelarle el nombre.
Juan Pedro sonreía.
Y posaba en su reciente amigo, alto, flaco, pantalón muy por encima del tobillo
–como el pantalón de él, sí, si él no tuviera botas-, posaba una mirada tan
dulce que casi no miraba nada.
Y vuelta a
aparecérsele a Sosa el carro y la yegua Tordilla. Y vuelta a llevarlos, ahora
ufano y dichoso, hacia su compañero.
-Usté, Juan Pedro,
cuando quiera la yegua, va a mi casa y la saca. ¿Fuma otro, Juan Pedro?
Juan Pedro, ya con las manos muy torpes, lió un cigarrillo, encendió y dejó que saliera libremente, de toda la boca, el humo.
Juan Pedro, ya con las manos muy torpes, lió un cigarrillo, encendió y dejó que saliera libremente, de toda la boca, el humo.
-Usté, cuando la
precise, va, no más, a mi casa y saca la yegua... Y si yo no estoy, la saca lo
mismo.
Vaciló. La realidad no daba más y su ardiente pasión quería más, todavía.
Vaciló. La realidad no daba más y su ardiente pasión quería más, todavía.
Y arrolló la
realidad. Y salió al otro lado, terriblemente amoroso, diciendo:
Y si la yegua no
está... ¡usted la saca, lo mismo!
Esto de sacar la
yegua aunque la yegua no estuviera, conmovió hasta el estremecimiento a Juan
Pedro. No advirtió que faltaría la yegua. O le pareció que la yegua podría
estar ó no estar. Porque lo cierto es que ”si la yegua no está, la saca lo
mismo”, se le quedó bien grabado y era lo único que permanecía firme entre
cosas que comenzaban a tambalearse.
Volvió a mirar a su
amigo. Pero apenas si lo veía. Se veía él, él solo, ya hasta la perenne sonrisa
se le daba vuelta. Como si le hubiera hecho convexa. Se quería a sí mismo,
ahora, y ascendía en alas de su amor, sobre los mundos.
Llevándose la mano
a la cara, comenzó a acariciarse la sonrisa.
-La yegua es suya,
amigo Juan Pedro- seguía Sosa por su lado, implacablemente generoso, con los
ojos apagándosele.
Juan Pedro, que no
pudo soportar sino por breve tiempo su delirio, había posado otra vez en la
tierra, ahora contrito. ¿Qué podía dar él en retribución a aquel corazón
fraterno? ¿O qué decir, al menos? Juan Pedro tenía ganas de llorar. Cierto
caballo de que una vez fue dueño de pronto se le apareció y espantó su sonrisa.
Lo vendió al llegar a Santa Escilda porque, por desgracia, ¿para qué quería
caballo en aquél pequeño villorrio? Cuando comprendió para que lo quería –para
quererlo, precisamente- era ya tarde. Se había gastado la plata en las
pulperías. Y el caballo zaino siguió con un tropero hacia “La Tablada”, allá
tan lejos. Y pasó de regreso, a los días. Y volvió a cruzar como al mes. Hasta
que caballo y tropero desaparecieron. ¡El, él lo había vendido! ¡Aquel caballo
amigo! Y el amigo pasaba y repasaba. Y él a veces, ni plata tenía para
emborracharse a cada pasada. Y sobre todo cuando ya no pasó más. Ni en un mes,
ni en dos: nunca, nunca más.
-La yegua es
suya...-¡No compañero! ¿La yegua no es mía, es suya!- El negro, con inquietud,
se acomodó el sombrero y, a una señal de Sosa, trajo otra vuelta.
-Es suya digo.
-¡No, no, Sosa!
¡No, no! ¡Es suya!
-¡Es suya, amigo!
-¡No, Sosa, no!
Y la mirada se le
mojaba de lágrimas.
-Vamos, compañero,
la yegua es suya.
-¡No, no es mía; no
es mía!
-Es que usté no me
entiende lo que le quiero decir- advirtió Sosa, por fin.
Bebió un trago,
chupó, sin advertir que inútilmente, la apagada colilla y explicó, recalcando
las palabras:
-Yo, lo que le
quiero decir, es que la yegua es suya.
Juan Pedro,
vencido, abrió los brazos. Y los dos amigos, tan altos y flacos, de botas el
uno, de alpargatas el otro, se estrecharon palmoteándose suavemente las
espaldas, bajo los ojos del negro cuyo espíritu había caído en la conversación
como en un remolino y no hallaba nada en que agarrarse.
Un indio que
entraba desaprensivamente a la taberna se detuvo bruscamente. Pero convencido
de que aquello no era pelea, se aproximó al mostrador, pidió y bebió sin
respirar.
-¿Y qué es de esa
preciosa vida?
-Bien, por el
momento- contestó el negro después de un silencio, porque la pregunta le tardó
en llegar y la respuesta en salir.
De inmediato, sin
embargo, tuvo la sensación de que lo habían sacado como de un sumidero.
Salió el indio. Ya
en la calle su voz se oyó entre risotadas.
¡Como ladraban los
perros, lejos desde el fondo de la noche!
-¡Yo soy así! ¡Yo
soy así!- sostenía Sosa golpeándose el pecho frenético de dicha.
Ahora si lo había
empezado a ver otra vez Juan Pedro. Medio borroso, pero lo veía. Percibía el
bigote de Sosa, sus pantalones por encima del tobillo, sus alpargatas. ¡Era tan
extraño aquello! El no le miraba más que la parte superior del cuerpo. Y lo
veía, sin embargo, hasta los pantalones y las alpargatas.
Ya no podían más de
caña.
-¿Qué le parece...
si saliéramos... un poco... a refrescarnos... y después volvemos... a tomar?
Juan Pedro aceptó
con un cabeceo. El tabernero se caló los lentes, echó atrás el sombrero y sumó.
Sucesivas rectificaciones fueron contraproducentes. A cada vez el resultado era
distinto. Se sacó el sombrero. Llevó al mostrador su “vaso particular” y le
bebió el último sorbo. Su cabeza de grises motas volvió a inclinarse. Después
de aquel breve descanso se resolvió a sumar por última vez y a tomar aquel
resultado como definitivo. Con la conciencia ya más firme dio a cada cual su vuelto.
Pero perdió pie de nuevo cuando oyó que Juan Pedro decía a su amigo Sosa:
-¿Vamos saliendo,
Juan Pedro?
El espíritu del
negro, quien ya se acomodaba otra vez el sombrero, flotó un momento en el
vacío. Y como el ventarrón a una hojita, así se lo llevó lejos lo que, desde la
puerta, al rodear con el brazo el cuello de su camarada, exclamó Sosa:
-¡Cuidado, Sosa,
cuidado con el escalón!
Sin mirar, el negro
vio la mesa, el lapicero, la carta. Y vio cruzar todo veloz. Y hundirse allá en
el fondo de aquello donde ladraban, ladraban los perros...
Se sacó el
sombrero.
Francisco Espínola, más conocido como Paco
Espínola (San José de Mayo, 4 de octubre
de 1901
- Montevideo, 26 de junio
de 1973),
fue un escritor, periodista y docente uruguayo.
Escribió cuentos para niños, novelas y obras de teatro.
Fue un docente nato y ejerció como profesor de Lenguaje y de Literatura en el Instituto Normal de Montevideo desde 1939 y de literatura en Enseñanza Secundaria, desde 1945 y de
composición literaria y estilística en la Facultad de Humanidades y Ciencias,
a partir de 1946.
En 1961 recibió el premio Nacional de literatura.
También se destacó como narrador oral y su voz leyendo
sus propios cuentos fue registrada en un fonograma coproducido por Sodre y Antar
en 1962. El mismo fue reeditado en casete por Ayuí / Tacuabé en 1987 en el
volumen Paco Espínola cuenta, vol. 1, aunque con una versión de Que
lástima! distinta al del original. Otras grabaciones que hasta el momento
no habían sido editadas fueron lanzadas por el mismo sello en casete en 1999
con el nombre de Paco Espínola cuenta, vol. 2. Finalmente, ambos casetes
algo ampliados fueron reeditados en CD en el año 2001.
Perteneciente a la «Generación del centenario», su obra
se ubica, junto con la de Juan José Morosoli, dentro del regionalismo por
su intención de reflejar lo propio: paisajes, situaciones, anécdotas, tipos y
hábitos, desde un nuevo punto de vista.
Los personajes de sus obras son seres desamparados,
provenientes de los suburbios, relegados y perdidos en un mundo social que los
excluye, pero no insiste en la fórmula del nativismo ni del naturalismo, sino
que ahonda en estos seres singulares sólo para comprenderlos.
En sus últimos años se adhirió al Partido Comunista Del Uruguay. Paco
Espínola falleció en la noche del 26 de junio de 1973,
en vísperas del golpe de estado que dio
inicio a la dictadura cívico-militar
que se extendería hasta 1985.