martes, 24 de noviembre de 2009

El Gusano Erudito - XVI

CANTO PRIMERO

(...)

Viejo océano de olas de cristal, te pareces, en las pro­porciones, a esas marcas azuladas que se ven sobre el dorso magullado de los grumetes, eres un inmenso azul aplicado en el cuerpo de la tierra: me gusta esta comparación. Así, a primera impresión, un soplo pro­longado de tristeza, que se creería el murmullo de tu brisa suave, pasa, dejando inefables huellas, sobre el alma profundamente conmovida, y, sin que siempre se advierta, evocas el recuerdo de tus amantes, los duros comienzos del hombre en los cuales tiene conocimien­to del dolor, que no le abandona jamás. ¡Te saludo, viejo océano! Viejo océano, tu forma armoniosamente esférica, que alegra la cara grave de la geometría, me recuerda demasiado los ojos pequeños del hombre, similares por su pequeñez a los del jabalí, y a los de las aves noctur­nas por la perfección circular de su contorno. Sin em­bargo, el hombre se ha creído hermoso en todos los siglos. Pero yo creo que el hombre sólo cree en su be­lleza por amor propio, pues en realidad no es bello y él lo sospecha; si no, ¿por qué mira el rostro de su se­mejante con tanto desprecio? ¡Te saludo, viejo océano! Viejo océano, eres el símbolo de la identidad: siem­pre igual a ti mismo. Nunca cambias de una manera esencial, y, si tus olas están en alguna parte furiosas, más lejos, en alguna otra zona, se hallan en la más com­pleta calma. No eres como el hombre, que se detiene en la calle para ver cómo se atenazan por el cuello dos dogos y no se detiene cuando pasa un entierro, que por la mañana es asequible y por la tarde está de mal hu­mor, que ríe hoy y mañana llora. ¡Te saludo, viejo océano! Viejo océano, no sería nada imposible que escondie­ras en tu seno futuros de utilidad para el hombre. Ya le has dado la ballena. No dejas adivinar fácilmente a los ojos ávidos de las ciencias naturales los mil secre­tos de tu íntima organización: eres modesto. El hom­bre se vanagloria de continuo, y por minucias. ¡Te sa­ludo, viejo océano! Viejo océano, las diversas especies de peces que ali­mentas no se han jurado fraternidad entre sí. Cada es­pecie vive por su lado. Los temperamentos y las con­formaciones que varían en cada una de ella, explican, de una manera satisfactoria, lo que al principio sólo parece una anomalía. Igual sucede con el hombre, que no tiene los mismos motivos de excusa. Un trozo de tierra está ocupado por treinta millones de seres hu­manos, pero ellos se creen obligados a no mezclarse en la existencia de sus vecinos, fijos como raíces sobre el pedazo de tierra contiguo. Descendiendo del grande al pequeño, cada hombre vive como un salvaje en su gua­rida, y raramente sale de ella para visitar a su seme­jante, acurrucado igualmente en otra guarida. La gran familia universal de los hombres es una utopía digna de la lógica más mediocre. Por otra parte, del espectá­culo de tus mamas fecundas se desprende la noción de ingratitud, pues se piensa en seguida en los numerosos padres, tan ingratos hacia el Creador, para abandonar el fruto de su miserable unión. ¡Te saludo, viejo océano! Viejo océano, tu grandeza material sólo es compa­rable a la medida que uno se hace de la potencia activa que ha sido necesaria para engendrar la totalidad de tu masa. No se te puede abarcar de una ojeada. Para contemplarte es preciso que la vista haga girar su telescopio con movimientos continuos hacia los cua­tro puntos del horizonte, de igual modo que un mate­mático, a fin de resolver una ecuación algebraica, está obligado a examinar separadamente los diversos casos posibles, antes de resolver la dificultad. El hombre co­me sustancias nutritivas, y hace otros esfuerzos dignos de mejor suerte para dar impresión de grueso. Que se hinche cuanto quiera esa adorable rana. Quédate tranquilo, nunca igualará tu corpulencia; al menos eso supongo. ¡Te saludo viejo océano! Viejo océano, tus aguas son amargas. Tienen exac­tamente el mismo sabor que la hiel que destila la críti­ca sobre las bellas artes, sobre las ciencias, sobre to­do. Si alguien tiene genio, se le hace pasar por un idio­ta; si algún otro es bello de cuerpo, se le hace un horri­ble contrahecho. En verdad, es preciso que el hombre sienta con fuerza su imperfección, cuyas tres cuartas partes son debidas a sí mismo, para que lo critique de ese modo. ¡Te saludo, viejo océano! Viejo océano, los hombres, a pesar de la excelencia de sus métodos, todavía no han conseguido, ayudados de los procedimientos de investigación de la ciencia, medir la profundidad vertiginosa de tus abismos, los cuales han reconocido inaccesiblemente las sondas más largas y pesadas. A los peces… les está permitido: no a los hombres. A menudo me he preguntado qué será más fácil de reconocer: la profundidad del océano o la profundidad del corazón humano. Con frecuencia, con la mano, de pie sobre los barcos, mientras la luna se balanceaba entre los mástiles de forma irregular, me he sorprendido, haciendo abstracción de todo lo que no fuera el objeto que perseguía, esforzándome por resolver ese difícil problema. Si, ¿cuál es más profundo, más impenetrable de los dos; el océano o el corazón humano? Si treinta años de experiencia de la vida pue­den, hasta cierto punto, inclinar la balanza hacia una u otra de esas soluciones, me estará permitido decir que, pese a la profundidad del océano, no podrá colocarse al ras, en cuanto a la comparación sobre dicha propie­dad, con la profundidad del corazón humano. He es­tado en relación con hombres que han sido virtuosos. Morían a los sesenta años y nadie dejaba de exclamar: «Han hecho el bien en este mundo, es decir, han prac­ticado la caridad: eso es todo, no es nada malo, y cual­quiera puede hacer otro tanto». ¿Quién comprenderá por qué dos amantes que se idolatraban la víspera, por una palabra mal interpretada, se separan, uno hacia oriente, otro hacia occidente, con los aguijones del odio, de la venganza, del amor y de los remordimien­tos, y no se vuelven a ver más, cada uno embozado en su solitaria soberbia? Es un milagro que se renueva cada día y que por ello no es menos milagroso. ¿Quién com­prenderá por qué se saborean, no sólo las desgracias generales de los semejantes, sino también las particu­lares de los amigos más queridos, aunque se está afli­gido al mismo tiempo? Un ejemplo incontestable para cerrar la serie: el hombre dice hipócritamente sí y piensa no. Por eso los jabatos de la humanidad tienen tanta confianza los unos en los otros y no son egoístas. Le queda a la sicología muchos progresos que hacer. ¡Te saludo, viejo océano! Viejo océano, tu poder es tan grande que los hom­bres lo han sabido a sus expensas. Y por mucho que utilicen todos los recursos de su genio… serán incapaces de dominarte. Han encontrado su maestro. Digo que han encontrado algo más fuerte que ellos. Algo que tiene nombre. Ese nombre es: ¡el océano! El miedo que le ins­piras es tal, que te respetan. A pesar de ello, haces dan­zar sus más pesadas máquinas con gracia, elegancia y facilidad. Les haces realizar saltos gimnásticos hasta el cielo y admirables inmersiones hasta el fondo de tus dominios que un saltimbanqui envidiaría. Bienaventurados aquellos a quienes no envuelves definitivamente entre tus plie­gues burbujeantes para ir a ver, sin ferrocarril, en tus entrañas acuáticas, cómo lo pasan los peces, y sobre todo, cómo lo pasan ellos mismos. El hombre dice: «Soy más inteligente que el océano». Es posible, es in­cluso muy cierto, pero el océano le causa más temor a él que él al océano: es algo que no es necesario com­probar. Ese patriarca observador, contemporáneo de las primeras épocas de nuestro globo suspendido, son­ríe piadoso cuando asiste a los combates navales de las naciones. He ahí un centenar de leviatanes que han salido de las manos de la humanidad. Las órdenes en­fáticas de los superiores, los gritos de los heridos, los cañonazos, es el ruido realizado a propósito para ani­quilar algunos segundos. Parece que el drama ha ter­minado y que el océano se lo ha metido todo en su vien­tre. La boca es formidable. ¡Qué grande debe ser ha­cia abajo, en dirección a lo desconocido! Para coro­nar al fin la estúpida comedia, que carece de todo interés, se ve, en medio de los aires, alguna cigúeña re­trasada por el cansancio, que se pone a gritar, sin detener la envergadura de su vuelo: «¡Vaya!… ¡la encuen­tro mal! Allá abajo había algunos puntos negros; he cerrado los ojos y han desaparecido». ¡Te saludo, vie­jo océano! Viejo océano, oh gran célibe, cuando recorres la so­lemne soledad de tus reinos flemáticos, te enorgulle­ces, con razón, de tu magnificencia nativa y de los jus­tos elogios que me apresuro a dedicarte. Mecido vo­luptuosamente por los suaves efluvios de tu lentitud ma­jestuosa, que es el más grandioso de los atributos con que el soberano poder te ha gratificado, en medio de un sombrío misterio, tú haces rodar por toda tu subli­me superficie tus incomparables olas, con el sentimiento sereno de tu poder eterno. Ellas se persiguen paralela­mente, separadas por cortos intervalos. Apenas una dis­minuye, otra, creciendo, va a su encuentro, acompa­ñada del rumor melancólico de la espuma que se des­hace para advertirnos de que todo es espuma. (Así, los seres humanos, esas olas vivientes, mueren uno tras otro, de una manera monótona, sin dejar siquiera un ruido de espuma). El ave de paso reposa, confiada so­bre ellas, y se abandona a sus movimientos llenos de gracia arrogante, hasta que los huesos de sus alas han recobrado el vigor preciso como para continuar la aérea peregrinación. Quisiera que la majestad humana sólo fuera la encarnación del reflejo de la tuya. Pido de­masiado, y ese deseo sincero te glorifica. Tu grandeza moral, imagen del infinito, es inmensa como la refle­xión del filósofo, como el amor de la mujer, como la belleza divina del ave, como la meditación del poeta. Eres más bello que la noche. Respóndeme, océano, ¿quieres ser mi hermano? Agítate con impetuosidad… más… todavía más, si quieres que te compare con la venganza de Dios; alarga tus garras lívidas y fráguate un camino en tu propio seno… está bien. Haz que rue­den tus olas espantosas, horrible océano sólo por mi comprendido y ante el que caigo prosternado de rodi­llas. La majestad de los hombres es prestada; no se im­pone: tú, sí. Oh, cuando avanzas, con la cresta alta y terrible, rodeado por tus repliegues tortuosos como por un cortejo, magnético y salvaje, haciendo rodar tus olas unas sobre otras con la conciencia de lo que eres, mien­tras lanzas desde las profundidades de tu pecho, como abrumado por un remordimiento intenso que no pue­do descubrir, ese sordo bramido perpetuo que los hom­bres tanto temen, incluso cuando te contemplan, es­tando seguros, temblorosos desde la orilla, y entonces veo que no tengo el insigne derecho de llamarme tu igual. Por eso, en presencia de tu superioridad, te da­ría todo mi amor (y nadie conoce la cantidad de amor que contienen mis aspiraciones hacia lo bello), si no me hicieses dolorosamente pensar en mis semejantes, que forma contigo el más irónico contraste, la antíte­sis más grotesca que jamás se haya visto en la creación: no puedo amarte, te detesto. ¿Por qué vuelvo a ti, por milésima vez, hacia brazos amigos, que se abren para acariciar mi frente ardiente, cuya fiebre siento desa­parecer sólo a tu contacto? No conozco tu oculto des­tino, pero todo lo que te concierne me interesa. Dime entonces si eres la morada del príncipe de las tinieblas. Dímelo… dímelo, océano (a mí sólo, para no entriste­cer a aquellos que no han conocido sino las ilusiones), y si el soplo de Satán crea las tempestades que levan­tan tus aguas saladas hasta las nubes. Es preciso que me lo digas porque me alegraría saber que el infierno está tan cerca del hombre. Quiero que esta sea la últi­ma estrofa de mi invocación. Por lo tanto, una sola vez más, quiero saludarte y darte mi adiós. Viejo océa­no, de olas de cristal… Mis ojos se humedecen de abun­dantes lágrimas, y no tengo fuerzas para seguir, pues siento que ha llegado el momento de volver con los hombres de aspecto brutal; pero… ¡ánimo! Hagamos un gran esfuerzo y cumplamos, con el sentimiento del deber, nuestro destino sobre esta tierra. ¡Te saludo, vie­jo océano!
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Extraído del libro "Los Cantos de Maldoror", de Isidoro Ducasse -Conde de Lautréamont-